Carmelita
Nace en Aitona (Lérida, España), el 29 de diciembre de 1811. Sus padres: José Palau y Antonia Quer. Ingresa en el seminario de Lérida en 1828, donde cursa tres años de filosofía y uno de teología. Allí se siente llamado al Carmelo. Interrumpe los estudios y en octubre de 1832, ingresa en el noviciado carmelitano de Barcelona, donde profesa al año siguiente, el 15 de noviembre de 1833, como carmelita descalzo con el nombre de Francisco de Jesús, María y José. Sigue sus estudios teológicos y el 22 de enero de 1834 es ordenado diácono. El 25 de julio del año siguiente (1835) su convento es atacado, asaltado y saqueado por las turbas políticas y rebeldes de entonces. Logra huir, pero al año siguiente Mendizábal decretaba la exclaustración de los religiosos de España.
Misionero
Exclaustrados los frailes, cada uno se refugia como puede. Francisco se refugia en su pueblo natal donde vive en soledad su diaconado manteniendo contacto con su provincial carmelita quien le prepara para el sacerdocio. Ordenado sacerdote en Barbastro el 2 de abril de 1836 inicia su actividad apostólica en Cataluña.
Los azares de la patria le obligan a vivir la exclaustración y el exilio. Vive su exilio en Francia: verano de 1841 hasta 1846, con prolongaciones hasta 1851, donde alterna las tareas apostólicas con períodos de intensa vida solitaria. Allí en Montdésir y Livron pasará largos ratos de soledad alternados con su apostolado.
Apóstol
Hasta 1851 (entre tanto le vemos realizar algunas escapadas a España) alterna, en Francia, una singularísima y admirable vida de soledad y contemplación, a menudo incluso ermitaña (impregnada siempre de espíritu carmelitano) con misiones y predicación (pese a la dificultad del idioma), ganando fama, y lo que es mejor, almas (allí brotaron sus primeras hijas espirituales), en incontables puntos, singularmente en Perpiñán, Montauban, Caylus (mucho tiempo su «cuartel general»), en el Tarn, Cahors, Toulouse, Nuestra Señora de Livron. Su singularísimo carácter y vehemencia –jamás, empero, faltó a la obediencia a sus superiores y autoridades locales– le acarrearon alternativamente fama de santidad y también persecuciones.
En 1851 se restablece en España, y en Barcelona funda –el título hoy puede chocarnos un tanto– una escuela de compleja y profunda formación religiosa, apologética y hasta social, la «Escuela de la Virtud», que estaba llamada a producir un serio impacto. Tanto, que la Revolución de 1854 le acusa de estar implicada en las huelgas de obreros organizadas en Barcelona y es clausurada por las autoridades civiles.
Hasta 1856 residió en Ibiza, alternando, como en Francia y más que en ella, su apostolado exterior y activo con la vida de soledad y contemplación carmelitanas, habitando en ermitas, incluso en cavernas, siendo la más notable de ellas la del islote del Vedrá (donde tuvo grandes iluminaciones), y siendo, en la isla, su base y principal obra la construcción de una ermita y comunidad en ciernes en Es Cubells.
En 1857 vuelve a Barcelona. El Infierno, receloso del apóstol, le procura nuevas calumnias y nuevos destierros, esta vez por todo Baleares, en cuyas tres islas fue estimadísimo por la jerarquía y encargado de reformar conventos.
Entre tanto, y a medida que le es posible, en los años que preceden y siguen al 1862, entre constantes viajes, tráfago, consolida su primera y definitiva fundación.
Fundador
Se le desvela progresivamente el misterio de la Iglesia: Cristo en la Iglesia y la Iglesia en Cristo, comunidad de hermanos, Dios y los prójimos en unidad. En Ciudadela (Menorca), el año 1860, funda el Carmelo Misionero Teresiano.
Recobrada la libertad, viaja a Roma en 1866 y de nuevo en 1870 para presentar sus preocupaciones sobre el exorcistado al Papa y a los padres del Concilio Vaticano I.
Es nombrado director de los terciarios carmelitas de España en 1867. Predica misiones populares, asume la labor de exorcista, asiste a los enfermos y extiende la devoción mariana por donde pasa.
Entre sus cualidades polifacéticas, el padre Palau fue: fundador, misionero, escritor, director espiritual, exorcista… Tal constante actividad tiene su fundamento en una solemne afirmación suya escrita en su libro Mis relaciones: «Vivo y viviré por la Iglesia; vivo y moriré por ella».
En 1872 tramita y corona, dentro de las naturales alternativas de su celo audaz, las «Reglas y Constituciones de la Orden Terciaria de Carmelitas Descalzos», con base principal en Barcelona.
¡Y todo, dentro una constante vida de contradicciones y fatigas! Su caridad le lleva, en febrero de 1872, en heroico acto de caridad, a socorrer los epidémicos de Calasanz (Aragón).
Era demasiado para un organismo desgastado por tanto trabajo y, al propio tiempo, por increíbles austeridades: llega enfermo a Tarragona el día 10 de marzo. El 20 del mismo mes, siempre en 1872, fallece en la archiepiscopal ciudad, expirando santamente, rodeado de sus hijas y en olor de santidad.
Muere en Tarragona el 20 de marzo de 1872. Fue enterrado en el cementerio de esta ciudad hasta que en diciembre de 1947 sus restos fueron trasladados a la capilla de la casa madre de las Carmelitas Misioneras Teresianas. Con motivo de la beatificación, llevada a cabo en Roma el 24 de abril de 1988, por el papa Juan Pablo II, sus restos fueron exhumados y desde esta fecha descansan en una capilla lateral a él dedicada del santuario «Monte Carmelo», en la casa madre de las Carmelitas Misioneras Teresianas, en Tarragona.
Hijo de la Iglesia
La clave de toda su vida espiritual y de su misión eclesial es el encuentro con Cristo vivo en su Cuerpo místico, en la Iglesia, es decir, Jesús y los hombres en comunión.
Cuando los liberales tuvieron el poder en España durante la primera mitad del siglo xix llevaron a término una persecución sistemática con el objetivo de someter a la Iglesia: «con el hundimiento económico de la institución eclesiástica (supresión del diezmo, y la desamortización); reducción del estamento clerical (control de las ordenaciones sacerdotales, exclaustración y supresión de beneficios) y el deseo de intervenir en el gobierno jerárquico de la Iglesia española con la intención de desvincularla lo más posible de Roma (expulsión de nuncios, de obispos recalcitrantes, inclinaciones cismáticas en algunos proyectos)». El padre Palau era consciente de la grave situación que vivía la Iglesia en España, por los largos años de persecución sistemática contra la Iglesia, los asesinatos de religiosos en distintas ciudades.
En tiempos de las guerras carlistas, a petición de los obispos de Cataluña, predicó por distintos pueblos la urgencia de la conversión y de la paz. En estas correrías misionales pudo presenciar cómo algunos eclesiásticos del clero bajo habían tomado las armas para defender los privilegios de la Iglesia. Él nunca quiso tomar un arma, ya que lo consideraba incompatible con el sacerdocio.
Por la exclaustración de los religiosos, con pocos sacerdotes debido al progresivo envejecimiento ya que no se podían ordenar nuevos, la mayor parte de las diócesis sin obispos, el trauma que significó que eclesiásticos tomaran las armas dejó a la Iglesia en España exhausta, sin capacidad de reacción para sobreponerse a las circunstancias.
El padre Palau, que vivió trágicamente estas vicisitudes, escribió: «El cuerpo de la Iglesia de España está devorado por un cáncer espantoso, que sólo un milagro de la Omnipotencia puede curar. Toda medicina humana se hace inútil; sólo la mano de Dios puede curar sus llagas, y para que las cure es necesario que se lo pidamos. La oración, pues, es la única medicina que queda a la Iglesia de España para que sea salva; y para que esta oración se haga debidamente es necesaria la virtud del Espíritu Santo».
Con el paso de los años, el perfil de su silueta histórica se ha transformado. Es el fracasado que triunfa; el frustrado que se realiza en plenitud; el carismático que se adelanta a los tiempos… el arriesgado que acierta; el luchador que acepta y se humilla; el grano de trigo que muere y germina… Su fruto más sazonado, el Carmelo Misionero: herencia y testimonio de su espíritu.