Las luchas interiores que tenía Teresa por las dudas sobre su vida interior, provocaron la enfermedad que la obligó a volver a casa. La alegría que experimentó al volver a casa y encontrar de nuevo a su familia, explica ella que fue menor de lo esperado, pues no estaba lo suficiente madura para disfrutar con las cosas serias de su padre ni tan frívola para sonreír a las frivolidades de sus hermanos y primos.
Como las fiebres no cesaban se decidió llevarla a Castellanos de la Cañada, donde vivía su hermana María, casada con el caballero Martín de Guzmán. En el camino a esta población se encontraba Hortigosa, pueblo en el que vivía su tío Pedro de Cepeda, donde permanecieron unos días. El tío Pedro, viudo, esperaba acabar la educación de su hijo para entrar en un convento. Teresa encontró en su conversación un deleite como en las charlas de Dña. María de Briceño: «Su hablar era lo más ordinario de Dios y de la vanidad del mundo». Entusiasmado con su sobrina, don Pedro le abrió su excelente biblioteca que fue, para una antigua lectora de novelas de caballería, un gran descubrimiento. Don Pedro le fue introduciendo en las epístolas de san Jerónimo y dice ella: «Aunque fuera poco los días que estuve, con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios, así leídas como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que era todo nada».
La determinación que tomó a raíz de su estancia en Caballeros de la Cañada, tras el tiempo que estuvo con su hermana, fue decir definitivamente no al matrimonio, pues aunque era un matrimonio feliz la sujeción a un marido le asustó. «Que no era todo nada, y la vanidad del mundo, y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno, y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era mejor y más seguro estado, y así poco a poco me determiné a forzarle a tomarle». Con esta determinación vuelve a Ávila a los dieciocho años. Sabe que su amor no lo encontrará en el mundo y determina ir en su busca y ésta es su lucha interior, su determinación de ser monja es únicamente para evitar ir al Infierno. El demonio le tentaba haciéndole ver que no podrá resistir la dureza de estar siempre entre rejas.
Restablecida Teresa, era el centro y la alegría de la casa, llevaba la organización de la casa, con orden y limpieza y todos estaban felices de volverla a tener sana y junto a ellos. La tentación se disfrazaba a veces de bien. El padre feliz de tener en Teresa como una madre para sus hijos jóvenes necesitados de amor materno y también él, una persona con quien poder conversar y relacionarse. Teresa durante esta época se compenetró muy bien con su padre, aunque nunca le abrió su corazón con las dudas que le acechaban: «No soy nada mujer en estas cosas, que tengo recio corazón», explica Teresa.
En primavera de 1534 Carlos V visitó Ávila y volvieron los festejos y galas a la ciudad. En Teresa se incrementaron las luchas interiores y volvieron las fiebres y los desvanecimientos que asustaron a su padre. Por aquellos días se preparaba la marcha de su hermano Rodrigo a las Indias y toda la casa estaba por él, ¿estaría también su padre por ella cuando le anunciara su marcha?
Teresa abrió su corazón a María Briceño y a su amiga Juana Suarez, que había entrado carmelita en la Encarnación. Tras meses de harto cavilar se decidió finalmente Teresa a acabar con su incertidumbre y confiaría «a su padre su voluntad de entrar en religión, cosa para ella decisiva, pues porque era tan honrosa que me parece que no tornara atrás por ninguna manera, habiéndolo dicho una vez». Es decir que el puntillo de honra le dio a Teresa la fuerza que no encontraba aún en el amor de Dios.
No se imaginó Alonso Sánchez de Cepeda que su hija Teresa, que sólo le preocupaba por su excesiva afición al mundo quisiera ahora dejarle, y su negativa fue radical: «Cuando me muera haz lo que quieras». Teresa hizo intervenir a D. Pedro de Cepeda en su ayuda, pero todo fue inútil, un hombre piadoso y comprometido cristianamente se negaba a entregar a Dios su hija preferida.
Teresa se preguntaba si sería capaz de resistir, pues «me temía a mí y a mi flaqueza», pues el mundo del que pretendía huir todavía le atraía. Su confianza estaba en ingresar en un monasterio pues una vez dentro, lejos de las ocasiones, no las lamentaría y nada la distraería de Dios. Allí podría llevar a cabo con rigor y con un trabajo lento su transformación interior. Ardía en deseos de comenzar, pues «de mi natural suelo, cuando deseo una cosa, ser impetuosa en desearlo».
Desde la marcha de Rodrigo, Teresa había tomado de confidente a su hermano Antonio, al que solía leerle las cartas de san Jerónimo, como hizo con ella D. Pedro de Cepeda, y al igual que hizo con Rodrigo cuando querían ir a tierra de moros, huyendo de casa, así ahora convenció a Antonio para que entrara en los dominicos. El día 2 de noviembre de 1535 a la madrugada salieron los dos hermanos de casa para ingresar él en los dominicos y ella en el monasterio de la Encarnación.