Venía dando sus frutos en España el proceso iniciado en tiempos de la reina Isabel y del cardenal Cisneros. La devotio Christi con obras como La imitación de Cristo más conocida como El Kempis, orientaron la religiosidad al encuentro personal con Dios y propiciaron la aparición de una hermosa serie de libros en romance (no en latín) que divulgaron el camino de la oración interior. ¡Qué fue la Universidad de Salamanca! En poco tiempo comenzaron a florecer santos que iban a transformar la mediocre realidad religiosa de España y aún más la desbaratada sociedad europea (por ejemplo: san Ignacio, san Juan de Ávila, san Pedro de Alcántara, san Juan de Dios, etc.). Son los santos los faros y pilares de la Iglesia en cada circunstancia, haciéndola renacer cuando más parecía apagada. Y ahí se sitúan santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz.
Nuestra Santa irrumpe en el entorno del Concilio de Trento (1545-1563). El Libro de la vida se escribió en 1562, la primera edición se perdió. Se volvió a redactar en 1565, que es la edición que conocemos. Cinco capítulos (32-36) dedica a contarnos la fundación de San José de Ávila.
Todo se inició en aquella cuaresma de 1554, (acababa de cumplir 39 años de edad), cuando contempló conmovida el rostro dolorido de Cristo. Su crecimiento espiritual se acelera. Recibe numerosas gracias a veces con visiones muy vivas de un Jesús tan cercano que le hablaba con naturalidad y sencillez. Una, espeluznante: la contemplación del infierno y la de las numerosas almas que se perdían. Fue un revulsivo. Desde ese momento sintió un deseo muy vivo de poner algún remedio. Aquí nace su vocación reformadora y al mismo tiempo de fundadora.
Como leeréis en el fragmento del capítulo 32 del Libro de la vida, fue el mismo Jesús quien le comunicó su deseo y hasta le sugirió que lo dedicase a San José, un hermoso detalle del Hijo hacia su Padre adoptivo. Pero, aun teniendo la certeza de la gracia, anteponía la autoridad de la Iglesia y de las Escrituras.
No era tarea fácil, empezando por su situación personal, una celda amplia y con hermosas vistas y un excusar en las demás religiosas lo que al menos externamente parecía relajación y favorecía el escándalo. La Santa sabía que la decisión tenía que suponer exigencia mayor. Su nuevo monasterio recuperaría la Regla primitiva del Carmelo, volvería a la austeridad, pobreza y exigencia de los fundadores. Nos cuenta en el cap.36: «Guardamos la Regla de nuestra Señora del Carmen, y cumplida ésta sin relajación, sino como la ordenó fray Hugo, cardenal de Santa Sabina, que fue dada a 1248 años, en el año quinto del pontificado del papa Inocencio IV».
La dificultad mayor provenía de que todos eran contrarios al proyecto: en el Carmelo, en la Jerarquía, en los letrados y hasta en el pueblo. Sólo Jesús seguía en el empeño, un grupito de ilusionadas jovencitas, futuras monjas descalzas y una señora viuda, doña Guiomar de Ulloa que estaba dispuesta a ayudar con su patrimonio a levantar el nuevo monasterio. Maravilla ver cómo lo reconducía la mano directa de Dios, eso sí con grandes penitencias, oraciones y sufrimiento.
En 1560 todo estaba dispuesto pero no se fundó hasta el 24 de agosto de 1562. Teresa tuvo que permanecer un año en la Encarnación y durante unos meses en Toledo, dejando solas a las cuatro novicias que habían comenzado la nueva vida monástica. Su alegría llegó al enterarse de que una bula del papa Eugenio IV autorizaba la fundación y que ésta nacía, al cabo de un tiempo, bajo el amparo del obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza.
El camino teresiano iniciaba su andadura. Estaban en germen las semillas que habían de florecer no sólo en España, sino en el mundo entero.
En el último párrafo del capítulo 36 advierte con voz profética:
«Y, pues el Señor tan particularmente se ha querido mostrar en favorecer para que se hiciese, paréceme a mí que hará mucho mal y será muy castigada de Dios la que comenzare a relajar la perfección que aquí el Señor ha comenzado y favorecido para que se lleve con tanta suavidad, que se ve muy bien es tolerable y se puede llevar con descanso, y el gran aparejo que hay para vivir siempre en Él las que a solas quisieren gozar de su esposo Cristo; que esto es siempre lo que han de pretender, y solas con Él solo.»
Capítulo 32 «9. Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese.
10. Ofrecióse una vez, estando con una persona, decirme a mí y a otras que si no seríamos para ser monjas de la manera de las Descalzas (monasterio en Madrid de franciscanas inspirado por san Pedro de Alcántara), que aún posible era poder hacer un monasterio. Yo, como andaba en estos deseos, comencelo a tratar con aquella señora mi compañera viuda que ya he dicho, que tenía el mismo deseo. Ella comenzó a dar trazas para darle renta, que ahora veo yo que no llevaban mucho camino y el deseo que de ello teníamos nos hacía parecer que sí.
Mas yo, por otra parte, como tenía tan grandísimo contento en la casa que estaba, porque era muy a mi gusto y la celda en que estaba hecha muy a mi propósito, todavía me detenía. Con todo concertamos de encomendarlo mucho a Dios.
11. Habiendo un día comulgado, mandome mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, y que, aunque las religiones estaban relajadas, que no pensase se servía poco en ellas; que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos; que dijese a mi confesor esto que me mandaba, y que le rogaba Él que no fuese contra ello ni me lo estorbase.»