Hablar de san José Oriol es hablar de las maravillas de Dios. Sacerdote diocesano, dedicó casi toda su vida de sacerdote a atender espiritualmente las necesidades de la parroquia de Santa María del Pino de Barcelona. Entregado plenamente al Señor, humilde de familia y en su situación eclesial, olvidado de sí mismo y puesta siempre su mirada en el Señor, de profunda vida interior y celo pastoral, pasó su vida entregado a la obra de Dios, dejándose modelar por el Señor, que tantas obras grandes, tantos milagros hizo tomándole a él por instrumento. Vivió en la época de la guerra de los catalanes contra Felipe IV y la alianza de éstos con los franceses y los posteriores conflictos y guerras con ambos, ante lo cual se hallaba la sociedad barcelonesa invadida por el miedo, además de amenazada por la inminente peste.
Vida del santo
Nació el 23 de noviembre de 1650 en el corazón de Barcelona, en el distrito parroquial de San Pedro de las Puellas, en cuya iglesia fue bautizado el mismo día. Sus padres, Juan Oriol y Gertrudis Burguñà, estaban al frente de ocho hijos más, mayores que el recién nacido, y que no vivieron muchos años. A los ocho meses de su nacimiento murió su padre, víctima de la peste, y dos hermanos suyos. En 1654 su madre se casó en segundas nupcias con el zapatero Domingo Pujolar, que fue un modelo de padre bondadoso y piadoso para José y buen esposo de la viuda. Él fue quien le proporcionó su primera formación académica, en casa de un maestro de barrio. Sin embargo, cuando éste tenía trece años falleció Domingo Pujolar y en ese tiempo fue admitido de monaguillo en Santa María del Mar, pues en esa época tenían preferencia para adquirir un puesto de monaguillo los niños huérfanos o de familias precarias. Durante los años que sirvió allí pudo experimentar el gozo espiritual de la vida en Dios y fue creciendo en él la vocación que desde siempre llevaba enraizada en su corazón. Los sacerdotes de la parroquia descubrieron en él esa vocación tan verdadera y singular al sacerdocio y le ayudaron a que pudiera proseguir con su carrera profesional.
Cuando llegó la época de los estudios dejó su labor en Santa María del Mar para poder dedicarse plenamente a su formación intelectual. Cursó primero letras y filosofía para seguir después con teología, en la universidad instalada entonces en la Rambla dels Estudis. Se doctoró en teología, destacando asimismo en las materias referentes a la Sagrada Escritura y la lengua hebrea. En cuanto a su formación espiritual, era asiduo al Oratorio de San Felipe Neri de Barcelona, donde recibió buena dirección espiritual y guía.
Se ordenó en Vic, el día 30 de mayo de 1676, a los 25 años, en la capilla de las monjas de Santa Clara y celebró su primera misa en la iglesia parroquial de San Pedro de Canet de Mar. Por aquel entonces, para que a un sacerdote se le concediera en beneficio una parroquia debía tener una renta mínima y algún que otro contacto. Y mientras buscaba, se le ofreció un trabajo de preceptuación de los hijos de la familia Gasneri. Con ellos permaneció durante diez años viviendo en humildísima austeridad la vida escondida de Nazaret. En sus ratos libres acudía a su querido Oratorio donde confesaba y predicaba, como operario externo a éste. En el año 1685, a la muerte de su buena madre, a la que asistió cariñosamente durante su enfermedad, decidió dejar la casa y partir en peregrinación a Roma, viaje que realizó con su natural porte austero y profundamente espiritual. Gracias a los contactos de los padres del Oratorio en Italia, consiguió que el Papa, Inocencio XI, uno de los papas más beneméritos de su época, le concediera un beneficio en la parroquia de Santa María del Pino de Barcelona.
El 4 de marzo de 1678 se instaló en la parroquia del Pino, que no abandonaría hasta su muerte. Allí empezó su vida de confesor, catequista, predicador, director de almas ejemplares, taumaturgo como ninguno en la historia de la Iglesia, apóstol de las cárceles, de los enfermos, de los soldados… Todo ello fundado en una vida pobre y penitente; dormía en una habitación alquilada, por cama una silla y de alimento, pan y agua. Y esto externamente, pues su principal motor era su intensa vida de oración y apostolado, unida a tantas cruces, que son lo que verdaderamente da fruto.
El santo pidió celebrar la última misa del día, lo que le suponía estar en ayunas desde la medianoche anterior. Así, se pasaba el día confesando en su capilla, la Capilla del Santo Cristo de la Sangre (que era también la del Sagrario), en la que le esperaban largas colas de personas que querían confesarse con «el doctor Oriol». Llegada la hora, se dirigía hacia el altar, acompañado de un monaguillo y de una vasija con agua bendita y se ponía a recibir a colas de enfermos y de personas venidas de Barcelona, Cataluña e incluso de fuera. Rezaba con ellas, les bendecía, les daba buenos consejos y les hacía la señal de la cruz. Luego les llevaba ante un cuadro de la Virgen de la Leche y hacía que se encomendaran a ella, su querida Madre. Eran muchos los que se aliviaban o curaban tanto física como espiritualmente; el Señor se servía de su pobre instrumento para derramar sus gracias sobre tantas almas. Y no sólo presencialmente; en una ocasión contestaba a doña María Rajadell, que le pedía la salud de su hija: «Si tiene fe, su hija curará y no será de las primeras ni de las últimas que en ausencia mía han curado, no por mi, sino por Cristo, que se vale del mandamiento de un inútil ministro suyo». Asimismo, no faltaban en su apostolado sus visitas a enfermos y familias amigas, sobre todo si podía hablarles y aconsejarles sobre temas espirituales.
A medida que pasaban los años fueron creciendo en él los deseos de martirio y de misión, que a su vez iban muy unidos, pues él deseaba partir a Japón a convertir a tantos gentiles y a derramar allí su sangre por Cristo. Con estos deseos partió el 2 de abril de 1698, vestido de peregrino y sin ningún «demonio» en el bolsillo, como diría él (sin dinero ni comida ni más ropa), y muy a pesar de los barceloneses y de tanta gente que acudía a él, hacia Roma con el fin de presentarse a la Congregación de Propaganda Fide y pedir permiso para poder partir a Jerusalén, tierra de infieles, y de allí a las misiones en Japón.
Ya de camino, en Marsella enfermó y estando en cama se le apareció la Virgen, indicándole la necesidad de volver a Barcelona. El santo, siempre fiel a la voluntad de Dios y no buscando más que lo que Él quiere, regresó a su parroquia, a su día a día, hasta que en marzo de 1702 cayó enfermo de una aguda pleuresía de la que no se recuperaría. El santo abrazado a su cruz, vivió su enfermedad en oración y entrega, invocando en todo momento a la beatísima Trinidad, a la Santísima Virgen y al patriarca san José. Murió a los cincuenta y un años de edad, habiendo recibido los sacramentos y el viático, acompañado de un coro de niños que le cantaban el Stabat Mater, a petición suya. Fue enterrado en la capilla de San Lorenzo de su tan beneficiada iglesia. Su vida, queda recogida en una frase que él pronunció antes de morir: «Tened fe»
Santidad de vida que da fruto abundante
La vida exterior del santo no puede entenderse sin conocer el calor divino que abrasaba su alma, sin atender a su vida espiritual y sus virtudes, que son para nosotros ejemplo y modelo. En cuanto a su espiritualidad, estaba el corazón de José tan lleno del Espíritu Santo, tan unido a Dios, que su vida era la vida de Dios, que para él lo normal era lo sobrenatural. Y así, viviendo cada vez más como Jesús, con la voluntad entregada y decidida por los deseos del Señor, no buscaba en su trabajo, en su oración, penitencia, apostolado, otra cosa que servir y amar al Señor. Un hombre de fe, místico y sobrenatural, salían de su boca estas palabras: «Todos curariamos si tuviésemos fe, porque todos somos discípulos de Jesucristo, a los cuales dijo Él estas palabras: pondrán las manos sobre los enfermos y curarán». Asimismo, comenta el presbítero José Ricart Torrents, hablando del santo, que «era tanto el gozo de su presencia de Dios que andaba por las calles con el sombrero en las manos, descubierto como en el templo… ¡Porque en todas partes descubría la inefable vista y posesión de la Santísima Trinidad!»
Esta presencia tan viva de Dios se puede entender desde su profunda humildad, virtud por la que destaca particularmente el santo y por la que adquirió tantas gracias de Dios. Se tenía a sí mismo por nada, conociéndose bien, y es que su humildad atraía al Señor a hacer cada día más obras en él, a desbordar milagros de sus manos. Sabía que no era él quien hacía los milagros, sino el Señor, por su misericordia. Él se sabía un simple y pobre instrumento del que el Señor se sirvió para hacer tantas maravillas.
Desde su infancia anhelaba estar ante el sagrario, donde le podían encontrar a todas horas. Hombre eucarístico, tenía en la misa su cielo y su mayor alegría. Algunos de sus feligreses advertían que su rostro se transfiguraba después de la consagración. Y es de este amor grande a la Eucaristía que nacía su labor apostólica y su amor a la Iglesia, especialmente a los más sencillos y alejados de Dios.
Vivía desprendido del mundo, pobre en lo material pero rico en las cosas de Dios. Durante toda su vida, y en su agonía, en la que otros sacerdotes le ofrecían dinero, les decía: «No necesito cosa alguna, que nada ha de faltarme, confiado como vivo en la Divina Providencia».
Como a todo santo cristiano, no le faltaron las cruces e incomprensiones, calumnias, desprecios, enemigos… Y es que el santo, con su vida contemplativa y apostólica, unida a los sufrimientos, nos muestra que esto es lo propio del ministerio parroquial, de la vida en Cristo. Aunque en medio de tantas cruces nunca le faltó la alegría, la paz, la delicadeza… Incluso se preguntaban algunos por el misterio perpetuo de su alegría.
Así pues, como resumió el cardenal Mercier: «San José Oriol nos mostrará en el sacerdocio diocesano los supremos, los más inefables estímulos de perfección y la magnitud extraordinaria de santidad que requiere el Sacramento del Orden».