San Atanasio (y 11): Últimos años de san Atanasio

JULIANO el Apostata, murió pronto, el 26 de junio del 363, tal como había profetizado Atanasio.
Estando en el Alto Egipto le llega la noticia de la muerte del emperador, al que le sucede un emperador cristiano, Joviano. Atanasio vuelve entonces secretamente a Alejandría, donde pronto recibe un documento del nuevo emperador reinstalándolo una vez más en sus funciones episcopales. Es el final del 4º exilio, julio del 363. Su primer acto fue convocar un concilio que reafirmó los términos del Credo de Nicea.
A principios de septiembre partió para Antioquía, llevando una carta sinodal que contenía los pronunciamientos de este concilio. En Antioquía se entrevistó con Joviano, quien lo recibió afablemente e incluso le solicitó preparar una exposición de la fe ortodoxa. Pero Joviano murió el siguiente febrero.
Proclamado Valentiniano, nuevo emperador, nombra a su hermano Valente emperador del Imperio
Oriental, que enseguida cae bajo la infl uencia arriana, y a principios del año 365, por un edicto imperial destierra de nuevo a los obispos depuestos por Constancio II y reinstaurados por Juliano y que habían vuelto a sus diócesis. Las noticias crearon máxima consternación en la propia ciudad de Alejandría, y el prefecto, para prevenir serios disturbios, dio garantías públicas de que el muy especial caso de Atanasio sería expuesto ante el emperador. Pero el santo parece haber adivinado lo que en secreto se
preparaba contra él. Sigilosamente partió de Alejandría el 5 de octubre, y adoptó como morada una casa de campo de su propiedad en las afueras de la ciudad. Es durante este período que se dice pasó cuatro meses oculto en la tumba de su padre (5º exilio: octubre 365). Valente, quien parece haber temido sinceramente las consecuencias de un levantamiento popular, dio orden, pocas semanas después, para el regreso de Atanasio a su sede. El 1º de febrero de 366 es el fi nal del 5º exilio.
Y comienza ahora el último período de un gobierno tranquilo de su archidiócesis con el que terminó
su agitada y extraordinaria carrera. Pasó sus restantes días, «enfatizando nuevamente el punto de vista de la Encarnación que se había definido en Nicea y que ha sido esencialmente la fe de la Iglesia cristiana desde su primer pronunciamiento en la Escritura hasta sus últimas manifestaciones», en labios del Papa San Pío X de nuestro tiempo. En estos años mantuvo correspondencia con Basilio de Cesarea. Una vez fue desplazada la herejía arriana, que concebía al Verbo como criatura, algunos empezaron a afi rmar que el Espíritu Santo no era Dios. Basilio, como Atanasio, define el carácter distintivo del Espíritu Santo en términos de su relación con Dios, el Padre y el Hijo. El estado y la posición en su relación definen el carácter distintivo de cada miembro de la Trinidad.
También en sus últimos años refuta a Apolinar de Laodicea, un hereje que identifica el alma de Cristo con su divinidad, lo cual signifi caría que Cristo no sería verdaderamente hombre.
Pero los escritos del obispo de Alejandría han adquirido una nueva tonalidad: ya no se muestra tanto
como intrépido defensor de la fe, sino como un padre entristecido por los errores que se suscitan a su
alrededor. También emplea su tiempo en escribir comentarios sobre las Escrituras. Más allá de la Escritura y de la verdadera ciencia, escribía, hace falta una vida buena, un alma pura y virtud según Cristo… para que el alma pueda obtener y captar lo que desea (la ciencia de la sabiduría divina).
Permitamos que lo que fue confesado por los Padres de Nicea prevalezca, escribió a un fi lósofo amigo y corresponsal en los últimos años de su vida (Epist. LXXI, ad-Max.). Que esa confesión prevaleciera finalmente en los diversos formularios Trinitarios que siguieron al de Nicea se debió, humanamente hablando, más a su laborioso testimonio que al de cualquier otro paladín en la larga
lista de maestros del catolicismo. Por una de esas inexplicables ironías con las que nos tropezamos por todos lados en la historia humana, este hombre, que había soportado el exilio con tanta frecuencia, y que arriesgó la propia vida en defensa de lo que creía era la primera y más esencial verdad del credo católico, no murió violentamente ni ocultándose, sino pacífi camente en su propio lecho, rodeado de su clero y llorado por los fi eles de la sede a la que tan bien había servido. San Atanasio murió el 2 de mayo de 373, tenía setenta y cinco años. Los obispos –dice el Catecismo de la Iglesia Católica– tienen como primer deber anunciar a todos el Evangelio de Dios… Son los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo (CEE 888).
¡Este fue el Padre de la Iglesia, a quien D. Francisco Canals admiraba por su indestructible caridad, fe
y ortodoxia