La autoridad en tiempos emotivos

Gregorio Luri nos deja unas interesantes reflexiones en Aceprensa sobre uno de los rasgos de nuestro tiempo, la ausencia y desprestigio de la autoridad: «La autoridad no está de moda. Eso no signifi ca que no la necesitemos, sino que no es de buen tono reivindicarla, no vaya a parecer que somos autoritarios. “Maestra, ¿tenemos que hacer hoy, otra vez, lo que queramos?”, le preguntaba en una ocasión una alumna a una profesora decidida a imponer la no directividad, porque era partidaria de respetar el supuesto derecho del niño a conquistar la felicidad por medio de su libertad.
Quienes critican tanto la disciplina de la contención como las rutinas impuestas, suelen creer que hay algo así como una disciplina auténtica que brota espontáneamente del alma de quien refl exiona autónomamente sobre sí mismo. Deberían observar un poco más de cerca la realidad, porque la contención puede expresar un autodominio loable en una persona de cualquier edad y las rutinas (higiénicas, alimentarias, de sueño, etc.) contribuyen a la estabilidad psíquica y emocional del niño,
al proporcionarle experiencias de orden contra el caos.
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Suelo defender la importancia de la autoridad familiar con tres razones elementales: Si no fuéramos hombres posmodernos y hubiésemos leído Antígona, sabríamos que un crimen no deja de serlo aunque lo recoja el BOE.
El niño necesita aliados fuertes para luchar contra los monstruos que hay siempre debajo de la cama.
Lo que forma al niño es la elevación de su mirada hacia los ojos de sus padres, no al revés.
El niño posee de manera natural mucha más energía que sentido común para controlarla, por lo cual, si alguien tiene que suplir con su sentido común las carencias del niño, es el adulto.
–Las tres razones me sirven también para a defender la autoridad en la escuela:
–El alumno necesita aliados fuertes para combatir sus errores e inseguridades.
–El alumno necesita para formarse que alguien que merezca su respeto le ayude a visibilizar de manera creíble lo mejor que puede llegar a ser.
–El profesor necesita dosis ingentes de sentido común para suplir las carencias no de un niño, sino de los muchos niños que tiene en clase. La persona educada es aquella que dispone de recursos para –como decía una de nuestras místicas, sor María Jesús de Ágreda– elevarse a sí sobre sí. Pero este ejercicio es imposible si no disponemos de la luz de la mirada de un adulto que nos ayuda a crecer animándonos a confrontar nuestras expectativas razonables con la realidad.
[…]
Un adulto era –hasta hace relativamente poco tiempo– un ser humano que, por su experiencia y sentido común acumulado (que incluía el hecho de haber pasado por su propia infancia), tenía respuestas para tranquilizar las inquietudes del niño. El niño reconocía en el adulto espontáneamente una capacidad mayor que la suya para diferenciar lo grande de lo pequeño, lo bueno de lo malo, lo seguro de lo peligroso, lo bello de lo feo, lo conveniente de lo vergonzoso, etc. Estos adultos
poseían el secreto de la autoridad que, en defi nitiva, consiste en no defraudar.
Me da la sensación de que hoy los adultos hemos perdido autoridad ante los niños porque nos hemos
cansado de ser adultos, o sea, de dar la tabarra, y preferimos elogiar indiscriminadamente todo cuanto
hacen los niños, con esfuerzo o sin esfuerzo, cosa que, desde luego, es menos desagradable. El precio a pagar por la elección de lo fácil es que los niños encuentran en nosotros una mirada rutinariamente complaciente. Intentamos ofrecerles un mundo acolchado, de ludoteca, sin aristas, sin difi cultades contra las que puedan tropezar y, por lo tanto, con las que puedan medirse a sí mismos. En vez de dirigir altas expectativas a nuestros niños, dirigimos bajas expectativas al mundo.
¿A dónde pueden acudir unos niños educados en el relativismo y la autoestima en busca de respuestas importantes? La formación del carácter ha sido sustituida por una cultura de la emotividad, que no ponga en riesgo la autoestima del niño y que, al contrario, le ayude a sentirse bien consigo mismo. El giro emocional que está experimentando la educación es un giro orbital de los adultos
alrededor del frágil yo del niño. Por eso me cuesta cada vez más esfuerzo convencer a los que me quieren escuchar de que el conocimiento riguroso posee el valor de una experiencia moral. La comprensión de un problema geométrico, por ejemplo, nos permite descubrir una verdad eterna, admirable, ante la cual no soy el medidor, sino el medido.
En la escuela, la razón común enmudece ante las opinione s, competencias, emociones y, en suma, ante el yo del niño. Pero sigo creyendo que la mejor manera de cuidar de nuestra alma es proporcionándole experiencias de orden, comenzando por conocimientos rigurosos. Sigo creyendo también que en el mismo concepto de razón va implícita la idea de jerarquía y que por eso un
pensamiento riguroso es más valioso que una opinión, por mucho que sea mía.
Decía Donoso Cortés que “el secreto de los crecimientos y de las decadencias de las sociedades está
en el uso que hacen de los pronombres”. En la nuestra, el más usado es el “yo”, que es, según el mismo Donoso, la única palabra que se oye en el Infierno.”»