Contra el aborto sólo podemos reaccionar radicalmente

Publica Julio Llorente en Voz Populi un artículo repleto de perogrulladas… necesarias. Como afirmaba Chesterton, hay que escandalizar al mundo recordándole que la hierba es verde: «El Tribunal Constitucional se ha pronunciado, por fin, sobre el aborto. Y se ha pronunciado en el sentido
en el que todos esperábamos: consagrándolo como derecho. Yo, primero, me pregunto si para hacer algo tan previsible, tan manifiestamente previsible, los magistrados necesitaban trece años y, segundo, concluyo que mi deber como juntaletras es denunciar la aberración ética y jurídica del aborto. Por eso los párrafos que siguen son menos literarios que combativos, menos divagantes que sentenciosos. También tienen algo, me da la impresión, de obvios. Pero da igual: en una época que oscurece la verdad con propaganda, en una época que a lo blanco lo llama negro y a lo negro lo llama blanco, la perogrullada tiene la fuerza de lo revolucionario. Lo primero que conviene aclarar, creo, es que lo que hay en el vientre de la mujer es un ser humano y que lo es desde el instante de la
fecundación. Si no es un ser humano ¿qué es? Si no es un ser humano, ¿cuándo empieza a serlo? ¿Cuando le sale el riñón? ¿Cuando ya se le distingue el páncreas? ¿Cuándo ya tiene piernecitas? ¿Ser humano es quien tiene piernecitas y quien no tiene no? Hay que echarle mucha fe eso de la ciencia para creer que un amasijo de células puede convertirse repentinamente, sin mediar un cambio sustancial, en una persona. ¿Por qué descartar la opción más lógica? ¿Por qué negar la humanidad
del hijo que habita las entrañas de su madre? En el mejor de los casos, ese ser es humano y, por tanto, no hay nada más que hablar. En el peor, no sabemos lo que es y, dado el riesgo que implica lo contrario, hay que concederle presunción de humanidad y protegerlo en consecuencia. La segunda aclaración es que lo legal no es siempre legítimo y que lo legítimo no es siempre legal. Si no fuéramos hombres posmodernos y hubiésemos leído Antígona, sabríamos que un crimen no deja de serlo aunque lo recoja el BOE.
Bien pueden los diputados impulsar un puñado de leyes más al respecto, bien pueden sus esbirros
con toga refrendarlas. Por mucho que esto ocurra, el aborto no será nunca aceptable. El político no crea
el orden moral; tan sólo debe descubrirlo y protegerlo. Una ley será legítima si respeta la naturaleza de las cosas; ilegítima si, como la del aborto de Zapatero (y, ejem, la de González), la violenta.
Aceptando que el feto es un ser humano o, como mínimo, que sería muy extraño que no lo fuese, ¿cómo referirnos a una ley que permite su eliminación? Y, más importante, ¿cómo reaccionar ante ella? ¿Votando distinto para que todo siga igual? ¿Manifestándonos como quien va a  una romería? Yo propongo algo más radical y también más exigente. Proclamar hasta que nos tomen por locos que el aborto no es una opción, sino un crimen. Repetir hasta que nos condenen que la madre no tiene derecho a abortar, sino la obligación de dar a luz. Vestirnos de profetas y advertir a los pocos que
nos escuchen que este «progreso» –el del aborto y la anticoncepción y la eutanasia– acaba en un despeñadero. Quizá algún lector piense que mi discurso tiene poco de empático y nada de compasivo. Que hay que ponerse en la piel de la mujer que aborta y hacer un esfuerzo por comprender sus motivos. Lo entiendo, pero en esto mi alineo con el gran Fabrice Hadjadj, que nos propone una ética de la crueldad: «La caridad está llamada a parecer cada día más cruel, la misericordia menos compasiva». El amor –lo sabe bien Hadjadj– no tiene nada que ver con la benevolencia mórbida, pegajosa, de quienes toleran que el otro haga lo que quiera siempre y cuando le haga feliz. Eso es un vicio y se llama indiferencia. El amor verdadero, en cambio, procura el bien del otro y lo defi ende hasta el martirio. Yo no me opongo al aborto ni por ideología ni por crueldad. Me opongo por amor a la madre, cuyo bien es dar a luz a su hijo y velar por él; por amor al niño, cuyo bien es nacer, vivir y dar fruto; y por amor a la sociedad, cuyo bien es cuidar del débil como se cuida de lo sagrado y rehuir el
crimen como se rehúye el ácido»