El veto inglés a la «Ley Trans» en Escocia se lleva por delante a su primera ministra

A pesar de no estar demasiado acostumbrados a ello en los últimos años, el pasado mes de febrero pudimos ser testigos de cómo el feminismo radical se llevaba una sonora derrota. Y aunque por el
momento no parece que vaya a cambiarse el rumbo y la extensión de las políticas de género, acontecimientos públicos que ayuden a mostrar las profundas contradicciones que la ideología de género trae consigo nos traen un soplo de esperanza para seguir afrontando la batalla por la verdad.
Nicola Sturgeon, que ocupaba desde 2014 el cargo de primera ministra de Escocia y líder del Partido
Nacional Escocés (SNP) y quien hasta hace poco contaba con una destacada popularidad, ha podido
ver cómo su castillo de naipes se desmoronaba a una velocidad vertiginosa hasta el punto de tener que
anunciar su dimisión como primera ministra. Como siempre, no hay un único motivo que explique este desenlace.
Aunque en este caso parece claro que el detonante ha sido su estrepitoso fracaso y el rechazo social que ha tenido el proyecto de ley de género que su gobierno aprobó, pero que fue vetada posteriormente
por el Reino Unido. A modo de contexto, el gobierno de Sturgeon aprobó el pasado mes de diciembre
la Ley Trans en Escocia (una ley que, todo sea dicho, era más restrictiva en prácticamente todos sus
aspectos que la aprobada en España también este año). Una de las medidas que generó más ruido fue la rebaja de los 18 a los 16 años de edad para poder cambiar de sexo (recordemos que la ley aprobada recientemente en España determina el umbral de edad para el cambio de sexo en los 12 años). A su vez, eliminaba la obligación de presentar informes médicos o psicológicos. Poco después de la
aprobación de la ley, actuando dentro de sus potestades, el gobierno británico decidió vetarla por considerar que afectaba a «asuntos reservados».
A nivel social, la Ley Trans de Sturgeon causó un gran revuelo. Según una encuesta realizada por
The Times, el 60% de los encuestados se mostró en desacuerdo con la propuesta de permitir a las personas autodeclarar su propio género sin un diagnóstico médico y el 66% también se opuso a la reducción del límite de edad (para obtener un certificado médico de reconocimiento de género).
Irónicamente, poco antes de la aprobación de la ley se dio una situación paradójica para la propia
primera ministra, que además de restar popularidad a su figura, puso de manifiesto las profundas contradicciones que la ideología de género trae consigo y cómo estas resultan evidentes cuando se pretenden llevar a la práctica las proclamas teóricas vociferadas por los colectivos transgénero y feministas.
Adam Graham, ciudadano escocés condenado por dos violaciones y declarado «mujer trans» posteriormente (con el nuevo nombre de Isla Bryson), reclamaba ser encarcelado en una prisión de mujeres. En la lógica del mundo actual, su pretensión tenía todo el sentido del mundo: ¿por qué si afirmamos que Adam es ahora una mujer debería ser encarcelada en una cárcel para hombres? Sin embargo, el poco rastro de sentido común que parece quedar vivo afl oró poniendo de manifiesto la contradicción vital a la que quiere someterse nuestra actual sociedad: ¿cómo vamos a encerrar a
un violador de mujeres precisamente con otras mujeres?
Ante el acalorado debate que se generó al respecto, la primera ministra Sturgeon, abanderada de los
derechos «trans» no tuvo más remedio que recular y aceptar que Adam Graham cumpliera condena en la prisión de hombres: «No sería apropiado por mi parte, en el respeto que hay que tener a cualquier preso, dar detalles de donde será encarcelado, pero dado el interés público y la preocupación
parlamentaria, en este caso, les confirmo a los señores diputados que este preso no cumplirá
condena en la cárcel de mujeres de Cornton Vale, y espero que, con esto, el público también tenga garantías de la justicia».
El caso de Adam Graham sumado al veto de Londres a la Ley Trans escocesa, «proyecto estrella» de Sturgeon, fueron la gotas que colmaron el vaso ya lleno de una retahíla de restricciones sufridas por Escocia (negativa a otro referéndum por la independencia, veto a la eliminación de la Cruz de San Andrés de la bandera nacional y su sustitución por el arcoíris, etc.) y que finalmente han precipitado la dimisión de la primera ministra, a pesar de que ella misma haya negado rotundamente que estos hechos estén relacionados.
Los que seguimos este proceso de cerca pudimos disfrutar con una pequeña sonrisa cuando la primera
ministra apareció en rueda de prensa para comunicar su dimisión al borde de las lágrimas. Declaración
en la que volvió a demostrar su egocentrismo y su poca vocación de servicio a su país dentro de la política, al repetir las palabras «yo», «me» y «mi» 153 veces y solo once veces el nombre del país que gobierna.
A pesar de que sabemos que la guerra contra la ideología de género no ha perdido intensidad y que los que defendemos la verdad hemos sufrido duros golpes, pequeñas victorias como la vivida en Escocia nos refuerzan en la esperanza de que no se podrá alterar la realidad impunemente, nos ayudan a evidenciar el sinsentido al que nos intentan conducir y, también es legítimo, nos arrancan una sonrisa viendo como el mal se devora a sí mismo y termina huyendo con el rabo entre las piernas.