El Papa visita la RD del Congo y Sudán del Sur

Del 31 de enero al 3 de febrero el papa Francisco visitó la «bella, grandiosa y exuberante tierra» de la República Democrática del Congo para encontrarse con la población local, en nombre de Jesús, como peregrino de reconciliación y de paz. Es su 40º viaje apostólico fuera de Italia. «Mucho he deseado estar aquí –afirmaba el Santo Padre al llegar a Kinshasa– y por fin he venido para traerles la cercanía, el afecto y el consuelo de toda la Iglesia, y a aprender de vuestro ejemplo de paciencia, de valentía
y de lucha».
Tras el protocolario encuentro con las autoridades en el jardín del Palacio de la Nación de Kinshasa a
su llegada al país la tarde del 31 de enero, el Papa se reunió con más de un millón de fieles para celebrar la Santa Misa a primera hora del día siguiente. Durante la celebración eucarística el papa Francisco explicó que para conservar y cultivar la paz de Jesús había que acudir a tres fuentes, tres manantiales que alimentan la paz: el perdón, la comunidad y la misión.
Por la tarde, el Papa tuvo un encuentro en la Nunciatura Apostólica con las víctimas del este del país y
con los representantes de algunas obras caritativas que trabajan en este país africano: el centro Telema
Ongenge para discapacitados, el Hôpital de la Rive para enfermos de Hansen (leprosos), el colegio Père Fosbery de la red educativa FASTA, el centro Dream Floribert Bwana Chui para enfermos de sida de la comunidad de Sant’Egidio, la escuela Ville Bondeko y el grupo Petite Flamme para niños sordomudos de movimiento de los Focolares.
La última en intervenir fue una monja trapense del monasterio de Mvanda, que se dirigió al Santo Padre
con las siguientes palabras: «Santo Padre. Soy monja trapense muy feliz en mi vocación. Mi nombre es María Celeste. Soy hija de una sociedad pragmática, materialista y tribalista. Con mis amigas estaba dominada por la cultura de la apariencia, la ganancia y el éxito.
Éramos vulnerables; no siempre felices porque no sólo necesitábamos comer y vestirnos. Teníamos
hambre de significado y de amor. El Señor me respondió. Estoy segura que fue él quien puso en mi corazón adolescente un deseo insaciable de ofrecer toda mi existencia por una misión tan grande como el mundo. Dios me miró con una mirada de caridad y me hizo crecer.
»Salí de mi pueblo a los dieciocho años impulsada por una llamada al monasterio que se hacía urgente y a la que no podía renunciar. El Señor me invitó a una vida de oración e intercesión y comprendí desde el principio que ésta es una gran obra de caridad. La deseaba profundamente  en el monasterio. Aprendí
que la vida no nos pertenece, es una misión. Es la misión de hacer presente a aquel que se ha hecho presente a nosotros. Ciertamente no nos pertenece. Es una misión, es la misión de hacer presente a Aquel que se ha hecho presente a nosotros.
Ciertamente los monjes y las monjas no somos más santos que los demás, simplemente queremos
ensanchar nuestros corazones a un amor universal que tiene la fuerza para lavar los pecados del mundo a través de las lágrimas de la abnegación.
Soy muy consciente de que ésta es una obra de desnudez y de humildad y estoy plenamente convencida de que es una obra de caridad muy grande, ya que es un sacrificio por amor. Como el amor es gratuito, la caridad es amor recibido y dado.
»En mí la caridad se ha convertido en pasión por el destino de los demás. Lo esencial en la vida es el encuentro con Cristo y oro para que todos los hombres puedan tener este  encuentro y desearlo. En Mvanda, en nuestro monasterio trapense, la vida es sencilla, escondida y laboriosa.
Puede ser monótona y banal pero si prevalece la caridad, expresa la novedad de lo redimidos. Sabemos
que solo Dios puede sostener al mundo, con sus contradicciones, sus guerras, sus maldades. A pesar
de nuestra pequeñez el Señor Crucificado quiere tenernos a su lado para sostener el drama del mundo
y nuestra vocación está precisamente en el corazón del drama de esta humanidad herida, especialmente la de mi pueblo, este pueblo que habéis venido a visitar. Las monjas asumimos y ofrecemos, desde dentro, el misterio del dolor que presenta la vida porque toda angustia y toda prueba sufrida cristianamente tiene un valor salvífi co. Gracias por vuestro amor y por la valentía que os ha impulsado a afrontar este camino y estos encuentros».
Acabadas las intervenciones, el Papa saludó con afecto a todos, agradeciendo los cantos, los testimonios y las cosas que le contaron. «Pero, sobre todo –afi rmó el Papa–, gracias por todo lo que hacen. En este país, donde hay tanta violencia, que retumba como el estruendo ensordecedor
de un árbol que es derribado, ustedes son el bosque que crece todos los días en silencio y hace
que la calidad del aire mejore, que se pueda respirar. Es verdad, hace más ruido el árbol que cae, pero
Dios ama y cultiva la generosidad que germina en el silencio, dando fruto; y posa su mirada, con alegría, en quien se pone al servicio de los necesitados. Así crece el bien, en la sencillez de manos y corazones abiertos a los demás; en la valentía de los pasos pequeños que se dan para acercarse a los más débiles en el nombre de Jesús». Y alentó la labor de todos ellos, confi rmándoles que, ante un océano de necesidades en constante y dramático aumento, vale la pena comprometerse y no
caer en el desánimo, porque Dios realiza prodigios inesperados por medio de quien ama con amor de
caridad. Una caridad que requiere «ejemplaridad», «amplitud de miras» y «conexión».
Al día siguiente el papa Francisco mantuvo diferentes encuentros con jóvenes y catequistas en el Estadio de los Mártires –a los que sugirió cinco «ingredientes para el futuro»: la oración, la comunidad, la honestidad, el perdón y el servicio–, con los obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas en la Catedral de Nuestra Señora del Congo –a quienes llamó a confi ar en la fi delidad de Dios y ser dóciles a su Misericordia, a ser instrumentos de consuelo y esperanza para su pueblo y les alertó frente a los peligros de la mediocridad espiritual, la comodidad mundana y la superfi cialidad– y en privado con los miembros de la Compañía de Jesús en la Nunciatura Apostólica.