«El camino de santidad no se negocia»

Con ocasión de las fiestas navideñas el pasado 22 de diciembre el papa Francisco se dirigía a todos los integrantes de Curia romana con las siguientes palabras:
«Cada año, a los pies del Niño que está recostado en el pesebre (cf. Lc 2,12), se nos permite mirar nuestra vida a partir de esta luz especial. No es la luz de la gloria de este mundo, sino “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). La humildad del Hijo de Dios que viene en nuestra condición humana es para nosotros escuela de adhesión a la realidad. Así como Él elige la pobreza, que no es simplemente ausencia de bienes, sino esencialidad, del mismo modo cada uno de nosotros está llamado a volver a la esencialidad de la propia vida, para deshacerse de lo que es superfluo y que puede volverse un impedimento en el camino de santidad. Y este camino de santidad no se negocia.
»Pero es importante tener claro que cuando se examina la propia existencia o el tiempo transcurrido, siempre es necesario tener como punto de partida la memoria del bien. En efecto, sólo cuando somos conscientes del bien que el Señor ha hecho por nosotros somos también capaces de dar un nombre al mal que hemos vivido o sufrido. Ser conscientes de nuestra pobreza sin serlo también del amor de Dios, nos aplastaría. En este sentido, la actitud interior a la que habríamos de dar más importancia es la gratitud.
»(…) Muchas cosas sucedieron en este último año y, en primer lugar, queremos dar gracias al Señor por todos los beneficios que nos ha concedido. Pero entre todos estos beneficios esperamos que esté también nuestra conversión, que nunca es un discurso acabado. Lo peor que nos podría pasar es pensar que ya no necesitamos conversión, sea a nivel personal o comunitario.
Convertirse es aprender a tomar cada vez más en serio el mensaje del Evangelio e intentar ponerlo en práctica en nuestra vida. No se trata sencillamente de tomar distancia del mal, sino de poner en práctica todo el bien posible: esto es convertirse. Ante el Evangelio seguimos siendo siempre como niños que necesitan aprender. Creer que hemos aprendido todo nos hace caer en la soberbia espiritual.
»(…) Lo contrario a la conversión es el fijismo, es decir, la convicción oculta de no necesitar ninguna comprensión mayor del Evangelio.
Es el error de querer cristalizar el mensaje de Jesús en una única forma válida siempre. En cambio, la forma debe poder cambiar para que la sustancia siga siendo siempre la misma. La herejía verdadera no consiste sólo en predicar otro Evangelio (cf. Gal 1,9), como nos recuerda Pablo, sino también en dejar de traducirlo a los lenguajes y modos actuales, que es lo que precisamente hizo el Apóstol de las Gentes. Conservar significa mantener vivo y no aprisionar el mensaje de Cristo.
»Pero el verdadero problema, que tantas veces olvidamos, es que la conversión no sólo nos hace caer en la cuenta del mal para hacernos elegir el bien, sino que al mismo tiempo impulsa al mal a evolucionar, a volverse cada vez más insidioso, a enmascararse de manera nueva para que nos cueste reconocerlo. Es una verdadera lucha. El tentador vuelve siempre, y vuelve disfrazado.
»(…) Denunciar el mal, aun el que se propaga entre nosotros, es demasiado poco. Lo que se debe hacer ante ello es optar por una conversión. La simple denuncia puede hacernos creer que hemos resuelto el problema, pero en realidad lo importante es hacer cambios, de manera que no nos dejemos aprisionar más por las lógicas del mal, que muy a menudo son lógicas mundanas. En este sentido, una de las virtudes más útiles que se ha de practicar es la de la vigilancia. (…) Nuestra primera conversión conlleva un cierto orden: el mal que hemos reconocido y tratado de extirpar de nuestra vida, efectivamente se aleja de nosotros; pero es ingenuo pensar que permanezca alejado por largo tiempo. En realidad, poco después se nos vuelve a presentar bajo una nueva apariencia. Si antes aparecía vulgar y violento, ahora en cambio se comporta de manera más elegante y educada. Entonces necesitamos reconocerlo y desenmascararlo una vez más. Permítanme la expresión: son los “demonios educados”, entran con educación, sin que uno se dé cuenta. Sólo la práctica cotidiana del examen de conciencia puede hacer que nos demos cuenta. Por eso se ve la importancia del examen de conciencia, para vigilar la casa.
»(…) A todos nosotros nos habrá pasado que nos hemos perdido como esa oveja [de la parábola de la oveja perdida] o nos hemos alejado de Dios como el hijo menor [el hijo pródigo]. Son pecados que nos han humillado, y precisamente por esto, por gracia de Dios, logramos afrontarlos a cara descubierta. Pero la mayor atención que debemos prestar en este momento de nuestra existencia es al hecho de que formalmente nuestra vida actual transcurre en casa, tras los muros de la institución, al servicio de la Santa Sede, en el corazón del cuerpo eclesial; y justamente por esto podríamos caer en la tentación de pensar que estamos seguros, que somos mejores, que ya no tenemos que convertirnos.
Nosotros corremos mayor peligro que todos los demás, porque nos asecha el “demonio educado”, que no llega haciendo ruido sino trayendo flores. Perdónenme, hermanos y hermanas, si a veces digo cosas que pueden sonar duras y fuertes, no es porque no crea en el valor de la dulzura y de la ternura, sino porque es bueno reservar las caricias para los cansados y los oprimidos, y encontrar la valentía de “afligir a los consolados”, como le gustaba decir al siervo de Dios don Tonino Bello, porque a veces su consolación es sólo el engaño del demonio y no un don del Espíritu (…)».