Capítulo general de la Orden del Císter

Erick Varden es un monje cisterciense noruego con una trayectoria biográfica singular. Nieto de pastor protestante, sus padres eran agnósticos declarados. Estudiando en Cambridge empezó su itinerario de fe, primero entre los anglicanos, y luego en la Iglesia católica, hasta hacerse monje cisterciense, abad
de su monasterio y, desde octubre de 2019, obispo de Trondheim, una diócesis noruega.
Con motivo del último capítulo general del Císter, el pasado mes de septiembre, se le pidió a Varden una intervención. El resultado es un texto valiente y sobrenatural, que no calla ante lo evidente y que, aunque dirigido a sus hermanos religiosos, se puede aplicar al conjunto de la Iglesia.
Empieza Varden recordando la vida del obispo ortodoxo Meletios Kalamaras, lo que le da pie para sentar las bases de su exposición: «Me limitaré a destacar una idea clave que fundamenta todo el resto.
La Iglesia es un misterio divino que debe ser entendido como tal, insistía Meletios. Cuando lo humano
prevalece sobre lo divino, la Iglesia no florece. “El antropocentrismo, escribió él en 2001, mata la Iglesia y su vida”.
»Estas son palabras duras, pero necesitamos oírlas ya que vivimos en un mundo centrado en sí mismo.
Con esto no quiero decir que la maldad y el egoísmo de nuestra época sean mayores que antes; solamente que ésta se ha distanciado tanto de toda noción de transcendencia que la única referencia disponible en cuestiones existenciales es la subjetividad. Esta no es sólo una tendencia de la sociedad secular. La encontramos también presente en la Iglesia. En la mayoría de los casos surge de buenas intenciones.
No hace mucho vi una nueva traducción del salterio litúrgico. El pronombre personal masculino en
tercera persona singular (él) había sido eliminado casi por completo y reemplazado por formas lingüísticas inclusivas o cambiado por la segunda persona (tú), como si el texto estuviera dirigido a quien lo recita. Vosotros podríais pensar: ¿no es admirable poder superar el sesgo de género y permitir a todos, mujeres y hombres, reconocerse a sí mismos en el texto sagrado? La respuesta es sí, si estuviéramos buscándonos a nosotros mismos allí. Esa no fue la experiencia de nuestras madres
y padres en la fe. Lo que buscaban en el salterio no era su propio refl ejo sino la imagen de Cristo, Nuestro Señor. Modificaciones como la que menciono aquí esfuman esta imagen hasta convertirla en un pálido palimpsesto sobre el que imponemos nuestra propia imagen».
Luego aborda el impacto del postconcilio y la realidad de que, tras las consignas de inculturizar el mundo, lo que realmente ha ocurrido es que la Iglesia se ha mundanizado: «Este ejemplo es sintomático de infl uencias destacables que han entrado incluso en la vida de la Orden. Las últimas cinco o seis décadas han sido marcadas por adaptaciones audaces. Con el viento de popa de Gaudium et spes en sus velámenes, la Orden navegó resueltamente hacia la época postconciliar. Los esfuerzos de adaptación fueron inmensos.
Mucho de lo que se llevó a cabo fue excelente. Algunos tesoros terminaron arrojados por la borda. El tráfico en el mar de aquellos días era tan intenso que existía el peligro de ser arrastrado por una inercia grupal, a veces con poca atención a la Estrella de la Mañana, que señala el rumbo y el destino de la travesía.
La inculturación representaba otra forma diferente de adaptación. Nos la imaginamos como referida
a algo exótico: el esfuerzo de misioneros en tierras remotas para aprender las lenguas y costumbres
de aquellos lugares. Este es ciertamente uno de sus aspectos y, ejercitado con decisión, puede dar frutos abundantes. Sin embargo, me pregunto si hemos sido sufi cientemente conscientes de una forma
insidiosa de inculturación que consiste en rendirse a la mentalidad de un mundo para el cual el término
«Dios» ha dejado de tener signifi cado…
Entre los instrumentos de las buenas obras, san Benito nos ofrece el siguiente: Sæculi actibus se facere
alienum, “Sea vuestra conducta diferente al proceder del mundo”. ¿Es así?»
Aborda también Varden el disenso en materia moral que sacude la Iglesia en nuestros días:
«A menudo se asume que lo que enfrenta la Iglesia al mundo contemporáneo es su enseñanza en temas
de moral. Muchos demandan cambios en el Magisterio. Dejando de lado la cuestión de cual deba ser
la respuesta eclesial a desafíos éticos específi cos, tal vez nuevos –una tarea que cada época debe
afrontar–, me parece que esta afirmación es errónea. No creo que el skandalon principal sea moral. Creo que es metafísico: ¡La santidad de Dios! ¡El esplendor de su gloria, manifestado en Cristo, por la infinita condescendencia de su gracia!
Estas realidades fundamentales, que eran totalmente evidentes para los fundadores del Císter, se han
vuelto incomprensibles para una época cuya perspectiva es completamente horizontal.
»¿Quién, en nuestros días, desea aceptar una norma absoluta y vinculante?
Aquello que Benedicto XVI llamó la “dictadura del relativismo” ha conseguido reconfi gurar nuestra
mentalidad, a la manera de los regímenes dictatoriales. No nos conformamos ya a ningún estándar, sino
que conformamos los estándares a nosotros mismos. En vez de elevarnos a través de un arduo esfuerzo hasta normas que nos transcienden, hemos bajado el nivel de esas normas para hacerlas a nuestra medida. Adoptamos un lenguaje complaciente para describir este proceso.
Decimos que estamos siendo “sensatos” y “maduros” al ejercitar la “libertad” y la “responsabilidad”
para hacer la vida más “humana”» . Y acaba yendo a lo más esencial, citando a Dom Henri Le Saux, monje francés establecido en la India que le escribía así a su hermana: «Aquí hay una gran necesidad de monjes santos para hacerles comprender la santidad del cristianismo », y agregaba «si rezas mucho tal vez el Señor me conceda la gracia de ser uno de ellos, ya que lo único que [me] hace falta y lo único que me piden los hindúes sinceros es la santidad». «Como monje, y ahora como obispo, estoy seguro de que nosotros tenemos la misma exigencia. Este es el mensaje que deseo transmitiros».