San Atanasio (3): el joven diácono

PARECE ser que Atanasio fue puesto desde pequeño bajo la supervisión inmediata de las autoridades eclesiásticas de su ciudad natal, puesto que solo de esta manera se puede explicar su larga familiaridad
con el obispo Alejandro. Rufino, en su Historia eclesiástica (Hist. Ecl.,I, XIV) ha conservado para nosotros una historia que pretende describir las circunstancias de su primera presentación a ese prelado.
La historia dice así: El obispo había invitado a cierto número de hermanos prelados a encontrarse con él
en un desayuno después de una gran función religiosa en el aniversario del martirio de san Pedro, su predecesor en el Patriarcado de Alejandría, mártir de la persecución de Diocleciano. Mientras Alejandro estaba asomado a una ventana esperando que llegaran sus invitados, miraba a un grupo de niños que jugaban a la orilla del mar, bajo la casa. No los había observado por mucho tiempo cuando descubrió
que estaban imitando, a todas luces sin propósito de irreverencia, el elaborado ritual del bautismo cristiano. Mandó a llamar a los niños y traerlos a su presencia. En la investigación que siguió, se descubrió que uno de los niños, que no era otro que el futuro primado de Alejandría, había actuado
en el papel de obispo, y que, en ese papel, había bautizado de hecho a varios de sus compañeros en el curso del juego. Alejandro, que parece haber quedado inexplicablemente perplejo por las respuestas que recibió a sus indagaciones, determinó que los bautismos simulados fueran reconocidos como genuinos; y decidió que Atanasio y sus compañeros de juego recibieran instrucción que los hiciera
aptos para una carrera eclesiástica. Ello explica la temprana edad en que Atanasio inició su carrera eclesiástica.
Y así lo explica el historiador eclesiástico Sozomeno: «No mucho después de esto el obispo Alejandro
invitó a Atanasio a ser su comensal y secretario. Había sido bien educado, y era versado en gramática y retórica, y, siendo aún un joven y antes de alcanzar el episcopado, ya había dado pruebas de su sabiduría y discernimiento a aquellos que convivieron con él». (Sozomeno II, XVII). Esa «sabiduría y discernimiento » se manifestaron en diversos ambientes. Siendo aún un levita bajo el cuidado de Alejandro, parece haber mantenido relaciones cercanas con algunos de los solitarios del desierto
egipcio, y en particular con el gran san Antonio, cuya vida escribió años más tarde. Es imposible negar que la idea monástica atrajera fuertemente al temperamento del joven clérigo, y que él mismo, en años posteriores, no sólo se sentía cómodo cuando el deber o el accidente lo llevaban a estar entre los solitarios, sino que era tan disciplinado monásticamente en sus hábitos que se hablaba de él como de
un «asceta» (Apol. C. Arrian., VI).
En el año 320 fue ordenado diácono y a partir de entonces acompañó siempre al obispo Alejandro.
Además de estas cualidades, tenía otras dos cualidades de las que incluso sus enemigos dan testimonio. Estaba dotado de un sentido del humor que parece haber sido espontáneo e inalterable; y su fortaleza era de la que nunca titubea, aun en la más descorazonadora hora de derrota.
Hay otra nota en esta altamente dotada y polifacética personalidad a la que todo lo demás en su naturaleza auxiliaba, y que debe mantenerse siempre en mente si queremos poseer la clave de su carácter y escritos: desde el principio hasta el fi n le importó enormemente  una y solo una cosa: la integridad del credo católico.
Apenas entraba en sus veintes, y desde luego no era más que un diácono, cuando publicó dos tratados,
en los que su mente parecía hacer sonar la nota clave de todos sus posteriores y más maduros pronunciamientos sobre el tema de la fe católica. Contra gentes y Oratio de Incarnatione –para darles las denominaciones latinas con las que son más comúnmente citadas– fueron escritos entre los años 318 y 323. San Jerónimo (De Viris Illust.) se refiere a ellos, bajo un título común, como Adversum gentes duo libri, dejando a sus lectores inferir la impresión, que un análisis de los contenidos de ambos libros ciertamente parece justificar, que ambos tratados son en realidad uno solo.