La indefinición de lo que es una «mujer» y la destrucción de las palabras (y del sexo)

Peter Jermann, desde Catholic World Report, aprovecha la cada vez mayor difi cultad para defi nir lo que es una mujer para ofrecernos un sugerente análisis de las raíces e implicaciones de este fenómeno:
«En el interrogatorio al que fue sometida en el Congreso de los Estados Unidos la jueza Ketanji Brown
Jackson, nominada para el Tribunal Supremo y con estudios en Harvard, aunque es mujer, alegó falta de conocimientos cuando se le pidió que definiera la palabra «mujer». Muchos se burlaron de ella, pero sin embargo, más que burlarnos deberíamos elogiarla por la claridad que aporta acerca de la destrucción provocada por la revolución sexual. Más que una mera ignorancia, su respuesta revela el éxito mismo de la revolución sexual, ya que el propósito de esa revolución nunca fue una nueva sexualidad, sino en realidad la eliminación de la sexualidad; no su renacimiento, sino su destrucción. Esa destrucción ha tenido lugar tras la fachada de palabras huecas, palabras que una vez significaron algo pero que ahora ya no signifi can nada. La juez Jackson no ha hecho más que ponerlo de
manifiesto, ya que en el léxico de la revolución sexual el término “mujer” no tiene ningún significado.
Los términos “sexo”, “sexual” y “sexualidad” se basan en su relación biológica con la fertilidad, con la creación de una nueva vida. Desde su inicio, la revolución sexual separó estos términos de sus raíces
biológicas, no redefi niéndolos, sino vaciándolos y reduciéndolos a mera palabrería sin sentido. Una vez que hemos destruido el signifi cado de nuestra sexualidad, los términos corolarios como “hombre”, “mujer”, “macho” y “hembra” sólo pueden correr la misma suerte.
Por ello, el transgenerismo es la victoria final de una revolución que ha reducido la sexualidad al
sinsentido. Su afi rmación de que un hombre puede ser una mujer y una mujer puede ser un hombre  sólo es posible si no signifi ca nada ser hombre o mujer. El transgenerismo requiere no sólo la destrucción de las palabras, sino la destrucción física de la sexualidad real. Al igual que las palabras destruidas, los cuerpos procreadores reales también deben ser privados de signifi cado y sustituidos por un simulacro de fertilidad. Las palabras huecas de la sexualidad deben ir acompañadas de cuerpos huecos, y esos cuerpos huecos deben ser honrados con pronombres huecos.
Esto no es el cénit de la sexualidad, sino de su absoluta sentencia de muerte. Sin embargo, la revolución sexual ha destruido mucho más que nuestra sexualidad. Ha destruido el significado del “significado”, lo que supone un ataque a la verdad misma. Nos exige que aceptemos que cada hombre puede defi nir su propia verdad o signifi cado simplemente afi rmando que es así. Esto es nihilismo con una máscara seductora. Decir que cada hombre puede definir su propio significado es simplemente una manera de decir que no hay ni signifi cado ni verdad. Si no hay verdad, no hay anclaje en el que podamos unirnos como personas con un propósito común. No hay “unidad en la diversidad”. Sin la
verdad, sólo existe la diversidad última de cada hombre viviendo en un mundo de su propia creación. C.S. Lewis, en El Gran Divorcio, llamó a esto el infierno.
La revolución sexual, en pocas palabras, declaró la guerra a nuestro propio lenguaje. Al redefi nir las
palabras para cumplir con su agenda, nos hizo olvidar que las palabras son importantes. Cuando dejan de representar la verdad, nos conducen a la muerte. Imagina un mundo en el que el “agua” ya no es agua. ¿Crecerían nuestros jardines si hidratáramos nuestras plantas con una sustancia que llamamos “agua” pero que en realidad es su ausencia, una sequedad que marchita y mata?
¿Toleraríamos a un comerciante que nos vendiera agua por litros sólo para darnos una jarra vacía con su afi rmación de que contiene agua porque él lo dice? ¿Podemos aceptar su pretensión de que su “agua” es metafísica, subjetiva y más real que nuestra agua, a la que debemos referirnos de ahora en adelante como “agua física” para distinguirla de su “agua” más real? No podemos, por supuesto, porque
moriríamos; no podemos jugar a ese juego y vivir. Tanto los alimentos que cultivamos como los cuerpos
que habitamos se marchitarían con un agua que no es agua. Pero tal vez la mentira esté matizada por algo de verdad. Tal vez nuestro comerciante comienza con una mezcla de agua real y un poco de su “agua” seca. Vemos el vacío en la parte superior de la jarra, pero aceptamos sus mentiras porque la jarra es más ligera y menos pesada de llevar. Aparentemente, nuestra vida es un poco más fácil. Aprendemos a no notar el ligero marchitarse de nuestras plantas y la leve sed se convierte en
una constante compañera. Empezamos a perder de vista la belleza del agua real que sostiene la vida real. Pero seguimos utilizando la palabra “agua” como si representara algo real.
Empezamos a pensar que hará lo que hace el agua aunque ya no sea agua real. Ya no podemos diferenciar lo real de lo irreal porque la palabra que usamos para “agua“ no significa nada. En el desierto que habremos fabricado clamaremos por “agua” y recibiremos la nada que hemos pedido.
La corrupción de la palabra “agua” descrita en el ejemplo anterior tiene su verdadera contrapartida
en la palabra “sexual”. Al igual que la “Revolución del agua” que insiste en que los lagos secos son embalses desbordados, la “Revolución sexual” insiste en que la esterilidad intencionada puede sustituir a la fertilidad y que, sin embargo, de alguna manera, lo “sexual” permanece.
Con el transgenerismo, la jarra de agua se llena completamente de vacío. Primero aceptamos la anticoncepción como algo que sólo era válido para las parejas casadas. No vimos realmente el vacío en la parte superior de la jarra porque todavía estaba llena de agua en su mayor parte. Y era más ligero. Parecía aliviar una carga que no queríamos vivir. Pero, sin embargo, considerábamos que nuestra relación era “sexual” incluso después de haberla despojado de su propia esencia. Ver esto es ver la línea recta que lleva de la anticoncepción a los matrimonios rotos, a la reducción del número de
matrimonios, a los matrimonios entre personas del mismo sexo y, en última instancia, a una “sexualidad”
que destruye literalmente la verdadera sexualidad con la que nacen un hombre y una mujer.
[…] Los pecados de los padres recaen ahora sobre sus hijos, que ya no conocen el sentido de su sexualidad. Con la sexualidad real reducida a sexualidad “biológica”, nuestros hijos, cada vez en mayor número, se someten a la brutalización bárbara de sus cuerpos, tanto química como físicamente, para eliminar lo que es real y sustituirlo por lo que no lo es. En lugar de signifi cado, les hemos dado una mentira. Luego les alabamos por vivir en la mentira e insistimos en que todos participen en la mentira con pronombres de género que ya no tienen signifi cado.
Y luego, después de rodearlos de sinsentido, de la nada y de un sinfín de mentiras, nos sorprende que
muchos intenten quitarse la vida. Estamos tan cegados por consumir un “agua” que no es realmente agua que pensamos que la solución está en más mentiras y no en la verdad. En lugar de llevarlos a lo que es real y bello, fomentamos su vacío. Lo hacemos porque hemos muerto a lo que es real y bello. Ya no podemos ver la belleza de una sexualidad inherentemente hecha para la vida.
Ya no podemos ver que queremos una vida que se vive para los demás, incluso para los que aún no han nacido. Ya no podemos ver que la castidad es simplemente una sexualidad vivida plena y bellamente.
Y no podemos transmitir a nuestros hijos lo que no vemos, no conocemos y no hemos vivido.
Para recuperar la vista, para recuperar la vida, debemos reclamar las palabras que conducen a la verdad.
Debemos ver que nunca hubo una “Revolución sexual” en la que una vieja sexualidad reemplaza a
una nueva. Debemos ver más allá de la piel de cordero con su falso barniz de cuidado y amor, un disfraz que nos llevó a comprar nuestra jarra de agua medio llena y luego completamente vacía. Al ver la verdad, reconoceremos una guerra genocida contra la sexualidad cuyo propósito es su eliminación y nada más. No somos una sociedad hipersexualizada, sino hipererotizada y desexualizada. Debemos denunciar las mentiras de la Revolución Sexual y desafi ar el propio lenguaje que utiliza. Sólo podemos hacerlo si primero vemos la belleza de nuestra sexualidad real, la abrazamos y la vivimos plenamente en nuestras propias vidas. Sólo entonces podremos sacar a los perdidos del desierto que hemos creado. Y deberíamos dar las gracias a la juez Jackson por decirnos sin ambigüedades que no hay agua
en el cántaro, sino sólo una dolorosa carencia y un completo vacío».