Santos para pecadores, Alban Goodier, Patmos, 2020

ES probable que Santos para pecadores sea uno de esos libros que pasan desapercibidos. Hay tantos
libros de santos… y la referencia en el título a que somos pecadores, si en en algún momento podía llamar la atención, hoy es de lo más común.
Su autor, Alban Goodier, un jesuita fallecido en 1939, tampoco nos dice nada a la mayoría. En defi nitiva, que a menos que alguien de mucha confianza y/o autoridad te anime a leerlo, lo más probable es que sea uno más de esos miles de libros que pasan por la vida sin rozarnos. Y eso sería una lástima, una gran lástima.
Confi eso que empecé a leerlo casi por casualidad. Pensé que leería algunas páginas bien intencionadas pero poco más. Me equivocaba. Goodier consigue que leamos con auténtica pasión estos breves relatos sobra la vida de nueve santos. A cada uno le dedica algo más de 20 y algo menos de 30 páginas, lo que hace su lectura muy ágil.
Pero no es ni la extensión ni la pericia literaria la clave del libro, sino su enfoque. Goodier nos hace descubrir de nuevo la santidad, contemplarla con una mirada nueva, y nos la muestra de un modo a veces incluso crudo y descarnado, sin suavizar las vidas de sus protagonistas. Frente a tantas hagiografías edulcoradas, Goodier nos muestra la realidad de unas vidas por las que, en determinados momentos, nadie hubiese apostado ni cinco. Lo cual las hace más apasionantes, más reales, y por ello mismo nos mueven mucho más que aquellas en las que el sujeto parece predestinado desde su más tierna infancia a ocupar un lugar en los altares.
No es así aquí: herejes, jugadores, violentos, disolutos, mujeriegos, desobedientes… y santos. Ya lo sabíamos, Dios actúa cuándo y cómo quiere, para Él no hay casos perdidos, y la gracia puede, en un instante, darnos la vuelta como a un calcetín. Pero Santos para pecadores nos dice más cosas, y muy interesantes. Señalaremos dos.
En primer lugar, nos muestra la benéfica influencia que una sociedad cristiana, con todas las imperfecciones que se quieran. Son varios los pecadores que acabarán como santos cuyas vidas dan un giro ante un acontecimiento que les sacude: la muerte de alguien cercano, por ejemplo, lesm hace reconsiderar su vida y cómo semvan a presentar ante el Juez eterno.
En otras ocasiones serán aquellas palabras u oraciones en la boca de una madre, cuyo recuerdo ha sido acallado durante años pero que resuenan de nuevo y son decisivas para ese cambio de vida. Uno no puede dejar de pensar la tragedia, hoy en día, en nuestra secularizada sociedad, de tantos que no han oído nada de esto, que no saben rezar ni nadie les ha explicado que un día comparecerán ante el tribunal divino, y que en estas condiciones se encuentran desvalidos, desorientados, incluso desesperados ante el vacío al que se enfrentan.
En segundo lugar, es digno de mención el hecho de que varios de los santos sean unos fracasados. El
autor no intenta maquillar este hecho, sino que lo expone con claridad.
Sin ir más lejos, san Francisco Javier muere convencido de que ha fracasado en sus empresas y sus contemporáneos están de acuerdo con esta apreciación… No, no todas las empresas emprendidas por los santos se saldan con el éxito en la tierra, los hay también que fracasan o que casi ni lo intentan (como san Benito José Labre, durmiendo entre las ruinas del Coliseo y evitando en lo posible el contacto con otras personas). Una magnífica advertencia para quienes damos demasiada importancia a
nuestras propias fuerzas y acciones. Cada lector tendrá sus relatos favoritos: en mi caso, además de san Francisco Javier, san Juan de Dios, san Juan de la Cruz (¡qué terrible vida!) o san Camilo de Lelis; mientras que otros no le convencerán tanto (el único en el que realmente fl ojea el autor es precisamente el de otro jesuita, san Claudio de la Colombière, de cuya vida se puede sacar bastante
más), pero lo que es seguro es que la lectura de este libro supone una mirada renovada, fresca y muy atractiva a la santidad. Muy recomendable.