El olvido de Dios en la Modernidad

SI releemos la encíclicas programáticas de inicio de pontificado de los Papas de los siglos XIX y XX y de nuestro actual Pontífice  encontraremos repetido, con distintos matices, el mismo diagnóstico
sobre el mundo actual: estamos en una sociedad penetrada hasta sus mismas raíces por una gravísima
enfermedad que pone en peligro incluso su misma existencia. Muerte, barbarie, tinieblas, destrucción, ignorancia, error, fanatismo, etc son palabras que los papas han utilizado en su juicio sobre la hora actual como el lector podrá comprobar en la antología de estos textos breves que publicamos en nuestra páginas del presente número.
La misma radicalidad de estos juicios nos invita hacer algunas reflexiones. En primer lugar alguien
podría acusar a los papas de ser deudores de una Iglesia que hasta el Concilio Vaticano II, e incluso
después, aunque quizá con menor contundencia, tenía una visión negativa y pesimista de la modernidad. Sin embargo, se debería de contestar que, cuando se hace un diagnóstico de una situación no es adecuado juzgarlo de pesimista u optimista, sino de ajustado o no a la realidad.
En todo caso se podría considerar un pesimismo inadecuado por afirmar sin fundamento que la enfermedad es incurable. La revista Cristiandad en sus inicios fue también acusada de pesimismo y el padre Orlandis contestó a esta acusación con un artículo titulado «¿Somos pesimistas?» –que también reproducimos en este número– que fue la ocasión para que explicara la razones de su profunda
convicción de que se cumplirá aquello que pedimos en nuestra oración cotidiana: «Adveniat Regnum tuum».
No esperamos de un médico que nos haga un diagnostico falsamente optimista de la enfermedad que nos aqueja, sino que sepa encontrar el remedio para que podamos recobrar la salud. Otra cuestión es la oportunidad y el modo de comunicar el diagnóstico al enfermo o a la familia. Solo se les podría calificar de pesimistas, o como los calificó san Juan XXIII de «profetas de calamidades» en su discurso de apertura del concilio Vaticano II, a aquellos que, denunciando el mal existente, juzgaran sin razón para ello que es irremediable.
Es decir, cuando se trata de los males espirituales, los que anuncian solo calamidades, olvidándose de aquellas palabras de san Pablo «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia».(Romanos, 5,20).
Los papas al subrayar los males que acechan a nuestro mundo, tienen un fin muy claro: que toda la
Iglesia tome conciencia de la urgencia de acudir con insistencia, fervor y sobre todo con confianza al que es la fuente de todo bien, y único médico eficaz de las almas. El olvido de Dios, y lo que es peor, la apostasía de la modernidad, especialmente de las naciones pertenecientes a la antigua Cristiandad, es la causa determinante de nuestra profunda crisis. Negar el pasado necesariamente tiene como consecuencia el desconcierto ante el presente y el temor ante el futuro. Cuando este pasado es la fe cristiana, que es no solo la que singulariza nuestra historia, sino también lo que constituye, a pesar de los vientos secularizadores, el sustrato de nuestra cultura, el resultado final es el nihilismo y la
desesperanza.
En este principio del siglo XXI la situación del mundo es absolutamente paradójica. Las proclamaciones
exultantes de progreso indefinido y bienestar ya suenan como alejadas y propias de otros tiempos, por
el contrario negros presagios son anunciados de modo insistente. Crisis climatológica, catastrofismo ambiental, agotamiento de recursos, son palabras repetidas hasta la saciedad, que resuenan como una acusación permanente contra el mismo ser humano como causante de este mundo sin futuro. En este planteamiento ha desaparecido la esperanza, no hay ninguna instancia donde acudir para remediar estos males, el causante y la víctima es el mismo hombre.
Ante esta realidad la Iglesia continua anunciando la buena nueva del Evangelio, proclama la esperanza
fundada en las promesas de bienaventuranza eterna, pero como «experta en humanidad» conoce las
debilidades del hombre de actual, sus profundas frustraciones, sabe que su enfermedad es tan extendida y avanzada que tiene que acercarse al enfermo con la medicina de la misericordia.
Desde esta perspectiva tenemos que entender las palabras de san Juan XXIII al iniciar el Concilio:
«En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que han dado frutos tan perniciosos». No se trata de ignorar el mal ni mucho menos de, como ocurre con demasiada frecuencia, de presentar el mal como un bien, sino de recordar aquellas palabras de san
Pablo a Efesios: «A mí, el menor de todos los santos, me ha sido otorgada esta gracia: anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo, e iluminar a todos acerca del cumplimiento del misterio que durante siglos estuvo escondido en Dios…, en Cristo Jesús tenemos la segura confianza de llegar a Dios, mediante la fe en Él. Por ello pido que no os desaniméis a causa de mis tribulaciones por vosotros. Ellas son vuestra gloria.» (Ef.3,8-13).