Mil y una actividades para no pensar

Roberto Colom, profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, glosa en su blog el libro de Gregorio
Luri, La escuela no es un parque de atracciones y se fija en algunos aspectos cargados de consecuencias:
«Su tesis esencial es que a la escuela debe acudirse a adquirir conocimientos vinculados a las temáticas usuales (lengua, matemáticas, ciencias) que contribuyen a que los escolares trasciendan, superen, vayan más allá de sus experiencias personales sobre el mundo («el paciente acude al médico para curarse y el alumno va a la escuela a adquirir conocimiento»). Ese proceso de adquisición requiere disciplina y esfuerzo, así como un profesorado que esté a la altura del reto de llevar a los escolares tan lejos como sean capaces de llegar.
La escuela que persigue esa meta compensa eso que los escolares no encontrarán ni en sus familias ni en sus experiencias cotidianas. Y ese efecto compensatorio resulta especialmente crucial en el caso de aquellos escolares que acuden a la escuela desde familias y entornos socialmente más desfavorecidos: «¿por qué hay que estar siempre cerca de la experiencia de los alumnos? ¿por qué no poner a los alumnos en situaciones que les permitan ir habituándose a trascender sus experiencias inmediatas para tener acceso al conocimiento del mundo?»
Esa perspectiva entra, no obstante, en tensión con las numerosas modas que vienen asolando el panorama educativo. Luri arremete contra los variados casos que tiene a su disposición (el trabajo por proyectos, las tecnologías, las inteligencias múltiples, la inteligencia emocional, el trabajo en grupo, los neuro-mitos, el brain training, el mindset, los estilos de aprendizaje, etc.) y cuyo denominador común puede ser el de que acumular conocimiento está pasado de moda y que ahora lo que se debe desarrollar en la escuela (y en la universidad, me permito añadir) son “competencias” que sirvan para un roto y para un descosido. Algo, no se sabe muy bien qué, vacío de unos contenidos que, se da por hecho, serán obsoletos más pronto que tarde («el enfoque competencial prioriza el cómo sobre el qué»).
Si los contenidos son lo de menos, entonces podemos zambullirnos, sin complejo de culpabilidad, en un cómodo océano educativo. Los profesores no tendrán necesidad de dominar sus materias al nivel que sería necesario, y tampoco será preciso estar al tanto de cómo van evolucionando los conocimientos que forman parte de las distintas disciplinas. ¿Para qué?
Es algo que Luri observa en secundaria y que quien esto escribe identifica en la universidad. No se trata de adquirir y consolidar sosegadamente conocimientos, sino de hacer infinidad de actividades que mantengan entretenidos a los chavales y que les impidan pensar. Es imposible que un estudiante pueda pararse a reflexionar cuando no deja de pedalear para adecuarse a los apretados plazos de entrega de minúsculos y ridículos trabajos de dudoso valor instruccional.
La tesis de que todo estudiante tiene derecho a aprender algo nuevo cada día y de que eso supone disciplina y esfuerzo se opone, absurdamente, a la de que ese proceso de aprendizaje sea tan estimulante como subirse al Dragón Khan. El alumno va a la escuela primordialmente a aprender lo que no sabe, pero necesita incorporarlo a su memoria, expandir sus conocimientos y organizarlos de un modo coherente, y alcanzar esa meta es compatible con el disfrute. Pero, eso sí, por ese orden. El disfrute debe venir al experimentar el goce de aprender».