Mi deseo es la ley, de Gregor Puppinck, , ediciones Encuentro, 2020

El prestigioso jurista francés, Gregor A. Puppinck, personalidad relevante en el ámbito de las instituciones de derecho internacional, nos trae una obra prometedora en cuanto a su título y exposición preliminar, y singular en cuanto a su contenido. Se trata de un análisis pormenorizado de una cuestión que hace correr ríos de tinta, especialmente entre los círculos del pensamiento conservador.
Valga como introducción constatar la evidencia de que, en las recientes décadas, hemos visto nacer una pléyade de derechos considerados «de nueva generación», que poco tienen que ver, al menos de forma directa y aparente, con los clásicos derechos y libertades reconocidos por las declaraciones universales de derechos, incluso la de 1948, que a pesar de ampliarlos a cuestiones socio-económicas, recoge toda una tradición iusnaturalista (anclada en la modernidad, claro está) acerca de los derechos inherentes a la persona.
En efecto, se habla ahora de sucesivas generaciones de derechos que tienen que ver únicamente con la mera pulsión primaria y concupiscente del hombre, casi siempre al margen de su naturaleza, y pretendiendo superarla: aborto, eutanasia, orientación sexual fluida, formas de convivencia más gaseosas que fluidas, elevadas a la categoría de familia, «derechos» post-humanos y trans-humanos, etcétera, y que, en base al derecho al libre desarrollo de la personalidad, conjugado con el papel estatal como su coadyuvante, han alcanzado rango de ley y fundamento interpretativo vinculante de las herramientas normativas de los Estados.
El autor ve en esta degeneración un claro vestigio de espiritualismo gnóstico y neo-pagano, y no rehúsa fundamentar de manera profunda las razones de tal juicio. Reconocer los síntomas de este desvarío no se antoja cuestión ardua, aunque sí lo sea tener la capacidad, caso del profesor Puppinck, de descomponer de manera tan didáctica el hilo argumentativo que le lleva a su conclusión. En ese sentido, valga como una sesión comprimida de filosofía posmoderna.
La cuestión que aborda el autor es simple de formular: ¿cómo se ha producido el tránsito desde esos derechos –podríamos decir– ordenados, hacia el descontrol subjetivista que preside la ideología hodierna de los derechos humanos? Una sugestión corre transversalmente a lo largo del texto: ¿tendría la filosofía de la Declaración de 1948 el germen de esa interpretación evolutiva de los derechos humanos, en base a ciertos presupuestos filosóficos larvados que han germinado con el paso del tiempo, al calor de la progresiva secularización de las sociedades occidentales?
Una hipotética respuesta acusatoria hacia la filosofía de 1948 es algo que, para los baluartes del pensamiento conservador, se digiere mal, porque, en última instancia, comporta la demolición descontrolada del edificio de la filosofía jurídica –y, a la postre, religiosa– a la cual la modernidad hizo ver la luz. Y la indigestión se agrava cuando se introduce la sospecha acerca de la influencia de determinados conceptos sembrados por la filosofía personalista, relacionados con la auto-conciencia y la auto-determinación. A ello dedica el autor el grueso de las páginas, aunque quizá las conclusiones acerca de las causas últimas no sean tan contundentes como el diagnóstico de la realidad que describe.
Sea como fuere, el lector dispone, a lo largo de la obra, de elementos suficientes para juzgar con criterio la cuestión, así como de orientaciones para profundizar en cuestiones conexas que, por razón de espacio, se abordan sólo tangencialmente. Es, en todo caso, y también por la variada jurisprudencia que relaciona, una gran síntesis crítica del itinerario reciente de la filosofía de los derechos humanos, también apta para lectores ajenos al mundo jurídico.