Los talibanes logran la victoria en la guerra de Afganistán

La retirada de las tropas estadounidenses y de sus aliados de Afganistán se ha consumado, siguiendo los pasos de británicos o soviéticos en los siglos XX y XIX. La invasión del país se fraguó tras los ataques yihadistas contra las Torres Gemelas de Nueva York hace veinte años y su objetivo inicial fue
expulsar del poder a los talibanes que habían dado refugio a los responsables de aquellos actos terroristas. Pero pronto se apostó por no solo desalojar a los talibanes, sino por lo que se luego se conoció como«nation-building», la construcción en aquel país de un estado que supuestamente
debería ser democrático y liberal y que ha acabado en un sonoro y humillante fracaso. Una vez más, el fracaso de los apóstoles de la exportación de la democracia ha sido estrepitoso.
Si Trump ya redujo de manera muy considerable la presencia militar en Afganistán, Biden ha puesto
pies en polvorosa, dejando el país, de nuevo, en manos de los talibanes, que ya controlaban gran parte
del mismo (con la excepción de las ciudades importantes) y que han reconquistando el resto del país con una celeridad que ha sorprendido a propios y ajenos. Las expectativas de los servicios de inteligencia estadounidenses ofrecían un panorama en el que el gobierno afgano y su ejército podrán resistir quizás unos meses más y mantener la ficción de un estado soberano, aunque el resultado final sería que Kabul, y con ella todo el país, caería de nuevo en manos de los talibanes. Biden declaró
en público que el estado afgano tutelado por los Estados Unidos era sólido… tres días antes de que se
desmoronase. En poco más de una semana los talibanes entraban en la capital e imponían su ley, dando pie al espectáculo del sálvese quien pueda de diplomáticos occidentales y sus colaboradores.
Durante estas dos décadas Estados Unidos y sus aliados europeos lo han intentado todo: desde el bombardeo de los campamentos de Al Qaeda, hasta el intento de democratización forzada de una sociedad islámica y arcaica, pasando por la invasión y ocupación, la reconstrucción y la contrainsurgencia. Tras veinte años y más de mil millones de dólares vertidos en el polvo de las montañas pastunes, el número de víctimas occidentales iguala a la de quienes murieron en los atentados del 11 de septiembre.
Con esta accidentada retirada regresan a nuestra memoria las terribles imágenes de la embajada
estadounidense en Saigón en 1975, cuando los últimos norteamericanos subían a un helicóptero que dejaba allí a los últimos supervivientes de la guerra de Vietnam. La humillación es notoria y el mensaje hacia los aliados de Occidente en la región es inequívoco: no es aconsejable confiar en Occidente. Las columnas de refugiados son cada vez más numerosas, intentando llegar a Turquía a través de Irán y confi ando en que de ahí puedan alcanzar Europa. El gobierno turco no dudará en utilizar a esta nueva riada de refugiados como arma para chantajear a Europa, como ya ha hecho en el pasado.
Si hace 40 años la retirada de Afganistán marcó el principio del fin del imperio soviético, la retirada estadounidense actual parece anunciar el fin de la hegemonía internacional norteamericana. Y como también la geopolítica aborrece el vacío, nos llegan las primeras noticias de la creciente influencia de China en Afganistán, nudo estratégico para el control de la región. Ya el pasado 28 de julio el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, se reunió en Tianjin, al norte de China, con una delegación de nueve emisarios talibanes encabezada por el mulá Abdul Ghani Baradar, uno de los fundadores del movimiento talibán. La reunión se celebró pocos días después de que las milicias talibanes hubieran conquistado la pequeña frontera afgano-china, de apenas 91 kilómetros, en el extremo oriental del llamado «corredor de Wakhan», en la provincia nororiental de Badakhshan. China estaría dispuesta a
apoyar a los talibanes a cambio de acceso a materias primas y a que estos no apoyen a los musulmanes uigures del Xinjiang, contra los que China está desarrollando una agresiva política de represión. En Oriente, cuando una potencia sale, otra entra. Un cambio que puede repetirse en otros lugares y que marca un claro cambio de tendencia en los equilibrios internacionales.