San José, formador del Corazón de Cristo Rey

Hoy pretendemos contemplar a san José como «formador» del Corazón de Cristo, pero esta vez en su aspecto regio y de pastor. Procederemos en tres fases. Primero, explicando la condición regia del Corazón de Jesús, en segundo lugar, internándonos en la educación del Corazón del Rey de Reyes, y por último entrando a vislumbrar el lugar providencial de José en esta formación.
El Corazón de Cristo Rey
En la Quas primas Pío XI nos enseñó que Jesucristo es Rey de todas las criaturas no sólo como Dios sino también en cuanto hombre, por el mismo hecho de su unión hipostática. Así pues, por ser el Hijo de Dios, y al mismo tiempo por ser verdadero hombre, Cristo tiene una potestad real, es cabeza, de toda la humanidad y creación. A este primer fundamento que podemos llamar ontológico se refirió el ángel en la Encarnación cuando dijo a María sobre Jesús: «será grande, será llamado Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob eternamente y su Reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). Pero además de este primer fundamento ontológico podemos hablar de un fundamento moral, en el sentido de que algunas virtudes perfeccionan el Corazón de Cristo para el cumplimiento de su misión. En el Evangelio es el mismo Jesús el que nos explica cuáles son las virtudes de su Corazón regio: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, pues yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera.» (Mt 12, 28-30)
La primera virtud, praus en griego, se puede traducir por manso. Es la misma palabra que se utiliza para decir que un animal ya se puede usar para el trabajo, transmite la idea de «fuerza bajo control». Santo Tomás explica que el manso es quien sabe modular la pasión de la ira. La segunda virtud es la humildad, tapeinos, la misma que proclama María que Dios ha visto en ella. Es la virtud de los pequeños, los que confían en Dios, sabiéndose en todo dependientes de Él. Para santo Tomás la humildad modera el deseo natural que todos tenemos de excelencia.
Estas virtudes –dice santo Tomás– sintetizan el contenido de la ley (pues la humildad hace referencia a Dios, la mansedumbre, al prójimo), pero a mi modo de ver, también son las que debería tener todo rey (de quien por cierto emana la ley). Auctoritas et potestas eran los aspectos del poder que distinguían los romanos. Ambas cosas se ordenan por estas virtudes. La primera, porque el brillo que otorga la posición regia debe ser siempre puesto bajo el brazo mayor de la autoridad de Dios, lo cual hace la humildad. La segunda porque el poder –la fuerza– debe ser ejercida siempre según la razón, para el bien de los súbditos, a lo que ayuda la mansedumbre.
Este doble fundamento, ontológico y moral, explica que Jesucristo, en la cruz, esté ejerciendo máximamente su gobierno, tal como proclamaba aquel letrero –I N R I–. Así pues, Jesús es Rey no sólo por derecho «de naturaleza», también tiene derecho soberano sobre nuestras almas por la Redención, un derecho «de conquista» por la mansedumbre y la humildad, tal como el evangelista vio cumplirse cuando llegó Jesús a Jerusalén: «Decid a la hija de Sión: mira, tu Rey viene a ti, manso y montado en una borrica, y en un pollino, cría de jumento» (Mt 21, 5).
La formación del Corazón regio del Señor
Se formó el Corazón de Cristo Rey? Nos dice el Evangelio: «el niño por su parte crecía y se fortalecía llenándose de sabiduría y la gracia de Dios se derramaba sobre Él» (Lc 2,40). Jesús, por tanto, quiso pasar por ese proceso de educación y maduración humana, aunque ciertamente, en su caso, es un misterio inmenso. Pero adentrémonos mínimamente en este desarrollo.
Primero, hemos de entender que, en cuanto a su fundamento ontológico, la realeza de Cristo es permanente desde el primer instante de su concepción. Siendo «Hijo de Dios» e «hijo de David» desde la Encarnación, Jesús tiene un poder efectivo sobre toda la humanidad. Sin embargo, en cuanto a las virtudes propias del Pastor del Pueblo de Dios podemos afirmar que Cristo creció en lo que santo Tomás llamaba la ciencia experimental.
El fruto de este conocer es lo que santo Tomás llama el experimentum, ese conjunto de experiencias que nutren nuestra vida interior en un nivel sensible, esa maravillosa reunión de las sensaciones, imágenes, afectos y valoraciones que los niños van formando y a partir de los cuales se sacarán las ideas, los juicios, las decisiones voluntarias. Un experimentum herido, hará que sea más difícil para ese niño entender bien algunas dimensiones de la vida humana (como la autoridad, la obediencia etc) o dejarse guiar conforme a la luz de la razón. Un experimentum sano y rico es una gran ayuda que dispone afectivamente para la vivencia completa de la personalidad humana. Sin duda, la vivencia humana de Cristo contó con un maravilloso arsenal de ricas experiencias en aquella sencilla vida de Nazareth.
El lugar de José en la formación del Corazón de Cristo Rey
Hemos de pensar que san José (junto con la Virgen María evidentemente) ejerció su labor en el desarrollo del experimentum de ese niño-Dios, y más concretamente, en las vivencias que le ayudaron a formar y vivir las virtudes que necesitaría para ejercer su peculiar realeza.
San José educa el corazón regio de Jesús, en primer lugar, por el ejemplo. Según dijo el ángel también José era «Hijo de David» y siendo de estirpe real, nadie le ganaba en humildad y mansedumbre. En la memoria de Jesús se habrían de quedar grabadas mil escenas en las que José gobernó la casa que Dios le había confiado con una dulzura de trato hacia Jesús y María, a la vez que muy sabedor de su indignidad ante la grandeza de Dios. El Corazón de Jesús recordaría –como hacía santa Teresita– el ejemplo de su trabajo manual en la carpintería, con las humillaciones que a veces le acarrearía ¿no es este el hijo del carpintero? (…) entonces, ¿de dónde saca esta sabiduría y poder? (Mt 13, 55-56), pero con la fortaleza y constancia de quien suda el pan para su familia. La mansedumbre y humildad –que quizá no son las virtudes más frecuentes entre los reyes de la tierra–tuvieron en san José una hermosa ejemplificación de la que a buen seguro Jesús tomó buena nota para cuando tuviera Él que ejercer por su propia realeza y gobierno. Se necesitaba de un rey humilde y manso para formar al Rey en la mansedumbre y humildad.
En segundo lugar, san José colaboró en la educación de la realeza de Cristo por la palabra. Es muy propio del padre enraizar al hijo en una tradición que le da su lugar en el mundo y en la sociedad. Por las palabras de san José, Jesús oiría mil veces las grandezas que Dios había hecho en su pueblo, que Moisés «era el hombre más manso de la tierra» (Nm 12,3) o que al rey David, su antepasado, a quien Dios prometió que su reino duraría por siempre, contestó con humildad: «¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia para que me hayas hecho llegar hasta aquí?» (2 Sam 7). José recordaría a Jesús que ya en el exilio el Padre había prometido un rey a su pueblo, un rey según el corazón de Dios: «os daré pastores según mi corazón» (Jr 3,15). Todas estas palabras y enseñanzas hechas en la intimidad de la familia, con la autoridad paterna modelaron en su sensibilidad el corazón de Jesús preparándole para ejercer su peculiar realeza. Sólo nos queda pedir a Cristo Rey, por intercesión de san José, que pronto su reinado se cumpla efectivamente en el mundo entero.