«Nos esperan un gran número de seres queridos» (1 Jn 1, 2)

Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana. ¡Qué contrasentido y qué desviación es no someterse inmediatamente al imperio de la voluntad del Señor, cuando Él nos llama para salir de este mundo! Nos resistimos y luchamos, somos conducidos a la presencia del Señor como unos siervos rebeldes, con tristeza y aflicción, y partimos de este mundo forzados por una ley necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad; y pretendemos que nos honre con el premio celestial aquel a cuya presencia llegamos por la fuerza. ¿Para qué rogamos y pedimos que venga el Reino de los Cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del Reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera al deseo de reinar con Cristo?
Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha
redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos al
mundo ni sigamos sus apetencias de la carne: No améis al mundo –dice– ni lo que hay en el mundo.
Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo –las pasiones
de la carne y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero–, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones.
Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. Procuremos más bien, hermanos muy
queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la
voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea; rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la
inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos lo que creemos.
Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo y que, mientras
vivimos en él, somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá al paraíso y al Reino, después de habernos
arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria natural que
tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso; allí nos espera un gran número
de seres queridos, allí nos aguarda el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos, seguros ya
de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra. Tanto para ellos como para nosotros, significará una gran
alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la felicidad plena y sin término la hallaremos en el
Reino celestial, donde no existirá ya el temor a la muerte, sino la vida sin fin.
Allí está el coro celestial de los apóstoles, la multitud exultante de los profetas, la innumerable muchedumbre de los mártires, coronados por el glorioso certamen de su pasión; allí las vírgenes triunfantes, que, con el vigor de su continencia, dominaron la concupiscencia de su carne y de su cuerpo;
allí los que han obtenido el premio de su misericordia, los que practicaron el bien, socorriendo a los
necesitados con sus bienes, los que, obedeciendo el consejo del Señor, trasladaron su patrimonio terreno
a los tesoros celestiales. Deseemos ávidamente, hermanos muy amados, la compañía de todos ellos.
Que Dios vea estos nuestros pensamientos, que Cristo contemple este deseo de nuestra mente y de
nuestra fe, ya que tanto mayor será el premio de su amor, cuanto mayor sea nuestro deseo de él.

Tratado sobre la muerte 18,24.26 de san Cipriano, obispo y mártir