La escuela no es un parque de atracciones, de Gregorio Luri, Editorial Ariel

En medio de un sistema educativo tan variable, tan confuso, tan adaptable a las nuevas corrientes de pensamiento y con tan poco sentido común, Luri nos hace un completo análisis de la educación actual. Lo hace de forma objetiva y clara, con muchas citas, autores, puntos de vista y estadísticas reales que nos ayudan a tener argumentos y luz para entender la situación y poner remedio al fracaso educativo que estamos viviendo. El libro nos sirve como manual para poder discernir qué está pasando en el ámbito educativo. Poco a poco nos han ido convenciendo y hemos sido cegados por una luz muy atractiva de la innovación y por una lucha en contra de la tradición. La escuela refleja los valores de una sociedad que ha perdido el norte, que se ha convencido de que tiene que romper con todo, que ha sido absorbida por las nuevas tecnologías y que ha puesto su confianza en ellas, y que se ha dejado engañar por la ideología constructivista que anula el papel del maestro y que desprecia la memoria y el conocimiento.
Erasmo de Rotterdam es muy actual cuando dice en su libro de Elogio de la locura que los pedagogos
innovadores son felices cuando creen que lo bueno y lo nuevo son sinónimos y «creen haber dado con
algún nuevo método de enseñanza, aunque sean puras extravagancias lo que inculcan a los niños».
Estos profesores tienen una habilidad impresionante para conseguir que los padres los vean «tal como
ellos mismos desean presentarse» La lucha no está en el enfrentamiento entre los métodos conservadores y progresistas, sino entre los buenos y los malos métodos. Lo que está sucediendo
en la actualidad es que la tecnología ha transformado el sistema global y, por tanto, también el educativo. Nos han ido inculcando que los niños ya no necesitan tener conocimientos porque todo se
encuentra en Google. Lo que necesitan, nos dicen, es adquirir competencias para la vida. Nos han ido
convenciendo poco a poco de una variedad de ideas como la de que no hay necesidad de que el maestro domine la materia, que los alumnos no deben memorizar nada, que hay que evitar el esfuerzo,
que es el niño el que crea el propio conocimiento, que los deberes son una estrategia de control de la
pedagogía tradicional tóxica, que las clases deben ser hechas por el alumno y no para el profesor, que
los alumnos son los que deben generar su propia verdad…y un sinfín de mentiras que poco a poco se han ido repitiendo y que nos han hecho connaturalizar ideas que no tienen nada de natural ni de sentido común. Bajo la bandera de la innovación y del progreso nos han hecho creer que son pioneros en desarrollar proyectos no experimentados por nadie y en eso basan su credibilidad y su fuerza. Nos repiten que los conocimientos no importan y que lo único que importa es que el niño tenga pensamiento crítico y también abogan por la importancia de la inteligencia emocional.
Pero, ¿a qué se refieren cuando defienden todo esto? Lo que se considera ahora como tal es aquel
que coincide con el propio pensamiento y que se suele enseñar más a pensar con el sentimiento que
con la razón.
Pero el verdadero pensamiento crítico, a diferencia del que nos venden en las escuelas modernas, es como decía Balmes, el que «sabe dar a las cosas su verdadero valor». Pensar requiere arriesgarse.
Nos exige un esfuerzo, concentración, disciplina, voluntad, nos cansa. Muchas veces no obtenemos
los resultados deseados tras mucho ejercicio pero vale la pena perseverar. El problema con el que se
encuentran los estudiantes es que no son capaces de hacer ningún juicio de las cosas porque se les
ha quitado la posibilidad de adquirir conocimiento.
¿Cómo? En primer lugar, nos han convencido de que no hay necesidad de educación, porque es el niño el que construye su propia verdad y en segundo lugar nos han vendido la escuela tradicional como una prisión que maltrata a los niños. Primero nos han fascinado con la idea de que si dejamos más libertad a los alumnos, por su naturaleza, serán ellos mismos los que quieran saber y los que llegarán a hacerlo. Esta idea, lejos de llevar a los niños a un verdadero conocimiento, les deja en una ignorancia
absoluta, que les hace mucho mal. A pesar de lo que digan y de que suene algo revolucionario, tenemos
un deber moral de ser inteligentes. Es el conocimiento lo que nos da luz y nos capacita para llegar a realidades cada vez más amplias. Por eso, esta renuncia al conocimiento es un desprecio hacia el patrimonio cultural.
Y a pesar de que intenten persuadirnos de que es mejor lo contrario, es necesario la figura del maestro
para la transmisión rigurosa del conocimiento. Los alumnos lo necesitan para dar sentido y mejorar al
mundo, para ser ciudadanos útiles que sepan comprender, cooperar y moldear el mundo. Si carecen
de él, dependerán de quienes los posean.
Para enfrentarse con confianza a la incertidumbre es necesario más conocimiento, no menos. Pero
lo que se está haciendo es todo lo contrario. Se está haciendo que los niños tengan miedo a conocer, que no se vean capaces, que no entiendan que el esfuerzo vale la pena.
A pesar de que ahora se diga lo contrario es importante la transmisión de este conocimiento. ¿Por qué tanto ataque a la tradición? ¿Por qué nos la presentan como incompatible con las ciencias? La tradición
humanista no se contradice con las ciencias y las matemáticas. Dice Miguel de Unamuno que «la educación es el medio más juicioso de hacernos con un alma». Y ésta es la que nos lleva a tener un
diálogo interior y para ello necesita ser cultivada y educada. Necesitamos de buenos maestros que sepan transmitir a los alumnos este tesoro que tenemos, que sepan enseñar el conocimiento poderoso.
En segundo lugar, en base al rechazo total del método tradicional de enseñanza, nos han hecho creer que el modelo antiguo se basa en un sistema diseñado para terminar con la curiosidad natural de los niños, con su espontáneo amor al saber y, sobre todo, con su creatividad. Se nos presenta este como
un modo de aprendizaje pasivo con un objetivo de embutir conocimiento sin tener en cuenta las necesidades,
ni el ritmo de los alumnos. Pero nada de esto es cierto. Nos presentan la nueva escuela como un lugar donde el niño es libre porque se puede sentar donde quiera y como quiera, donde puede aprender en el momento que se le antoje, donde hay una flexibilidad total de horarios, donde no hay materias de estudio y no debe hacer el esfuerzo de memorizar…
Nos han convencido de que el antiguo método paralizaba a los niños, que la exigencia es mala y que no sirve de nada el estudio riguroso. Pero los resultados no mienten y desde que han aplicado este nuevo enfoque, el estado del sistema educativo ha ido en decadencia. No hay creatividad sin memoria
Quieren también preparar a los niños para trabajos futuros que ni ellos mismos saben y por eso rechazan todo tipo de memorización y abogan por la defensa de las competencias más que de los conocimientos.
En el fondo, no buscan anticipar el futuro a los niños y ayudarles en el porvenir, sino más bien huir del pasado. Las escuelas están más pendientes de la imagen que tienen que de educar verdaderamente
a los alumnos. Y por no quedarse rezagados y acabar fuera del mercado aceptan cualquier iniciativa
innovadora. En este mundo que vivimos parece que para hacer respetable cualquier propuesta
educativa se tiene que presentar como nueva. Y con esto han conseguido llenarnos de teorías cegadoras que carecen de todo tipo de carácter empírico.
Luri hace de «voz que grita en el desierto» para hacer un juicio de lo que está pasando. Estamos en
un mundo en el que los que defienden lo obvio, parecen locos. Pero el papel de la escuela, digan lo
que digan las múltiples y «novedosas» ideologías, es conducir al niño de su experiencia al conocimiento
poderoso. Esta no debe proteger al niño de cualquier incomodidad, sino que debe educarlo. La
escuela está en crisis porque ha olvidado su función principal y su meta.

La escuela no es un parque de atracciones.
Gregorio Luri
Editorial Ariel, 2020