Un concilio providencial

Cuando se cumplían los cien años de la celebración del Concilio Vaticano I, Cristiandad se hacía
eco con estas palabras del silencio que había rodeado el centenario, «no es de extrañar que el centenario del Vaticano I haya tenido una conmemoración que sólo sale de la pobreza para caer en el
silencio. No estará de más recordar que el Concilio Vaticano I definió, como verdades de fe, la facultad
de la mente humana para llegar al conocimiento de Dios y la infalibilidad del Papa, en las condiciones
que el mismo Concilio señala». Al cumplirse el ciento cincuenta aniversario, el silencio ha sido aún más
absoluto, y las razones que explican aquella actitud continúan siendo las mismas para el silencio actual.
Movidos por la profunda convicción de la importancia de los temas tratados en aquel concilio para
la Iglesia y para el mundo de nuestros días hemos dedicado este número a glosar las enseñanzas y circunstancias de aquel providencial concilio. Desde el Concilio de Trento habían pasado más de trescientos años sin que se hubiera convocado otro concilio ecuménico y Pío IX en la bula de convocatoria se refiere a los cambios que aconsejan este nuevo concilio: «Ahora a todos es notoria y manifiesta la horrible tempestad que hoy conmueve a la Iglesia, y los muchos y graves males que afligen también a la sociedad civil porque, a la verdad, la Iglesia católica y su salvadora doctrina, son combatidas y holladas por acérrimos enemigos de Dios y de los hombres: se menosprecia todo lo sagrado».
Dadas las circunstancias políticas que rodearon el Concilio solo se pudieron tratar dos temas aprobados en sendas constituciones: «Dei Filius» y «Pastor Aeternus» con los temas de la relación entre fe y razón y la infabilidad pontificia. Desde la perspectiva que dan los años transcurridos podemos darnos
más cuenta de la importancia providencial de las cuestiones tratadas. Durante el siglo xix ya están presentes las dos actitudes que deforman la relación entre la fe y la razón: por un lado no habían desaparecido todas aquellas afirmaciones herederas del racionalismo que no reconocen otro conocimiento que el que procede de la razón humana: solo la filosofía, la ciencia o el saber empírico serán reconocidos como los saberes válidos y aceptables y, como consecuencia, la fe religiosa queda relegada en el ámbito del sentimiento o de la superstición. Aunque en nuestros días muchas de estas afirmaciones se consideran
propias de un racionalismo superado, sin embargo reaparecen más o menos encubiertas tanto desde un
punto de vista especulativo como práctico en la vida política e incluso a nivel de vida cotidiana. Por otro
lado se han multiplicado las críticas al racionalismo que alcanzan a la misma facultad de la razón humana
negándole la capacidad de conocer la verdad. Su consecuencia más evidente es el relativismo actual, con
el agravante que sin el supuesto de una razón capaz de conocer la realidad, el acto de fe es considerado
como un acto prácticamente irracional, sumiendo toda la religión en un sentimentalismo vacuo.
El tema de la infalibilidad pontificia fue el causante de las mayores polémicas, como podrá comprobar
el lector en el artículo que se dedica a esta cuestión. Prácticamente ningún padre conciliar negaba la infalibilidad del Papa, pero se cuestionaba la oportunidad de tal definición. El trasfondo de la cuestión no era tanto teológico como político: se veía como un enfrentamiento claro al liberalismo reinante que afirmaba la exclusiva supremacía o soberanía del Estado. En una sociedad como la actual en que se pone en cuestión cualquier principio de autoridad y todo queda sometido al poder político, la definición del Concilio Vaticano I es una luz que debe iluminar la vida intelectual cristiana y ser motivo de humildad y también de confianza y agradecimiento a Dios y a la Iglesia.