«Cadenas y terror» de Ioan Ploscaru

Los rumanos, nacidos del cruce entre dacios y romanos, recibieron de estos últimos el substrato espiritual que los configuró como pueblo y que estaba compuesto por dos elementos: la fe católica y su latinidad.
Sin embargo, en el 635 cayeron bajo la ocupación búlgara y unieron su destino al de este pueblo eslavo
de tal manera que, cuando éstos últimos adoptaron el cristianismo en su forma eslavona en la segunda mitad del siglo IX, forzaron a los rumanos a abandonar su fe, costumbres y habla latina y a adoptar el rito y el idioma eslavo, convirtiéndose en una de las provincias de la Iglesia greco-eslava, aunque con numerosa población católica.
Dependiendo primero del patriarcado de Ohrida (Iglesia ortodoxa autónoma de Bulgaria), con el que la Iglesia rumana es arrastrada al Cisma de Oriente (1054), en el año 1359 cayeron bajo la jurisdicción de Constantinopla al quedar los búlgaros bajo la autoridad de ésta. En los siglos XVI y XVII los sajones luteranos por una parte y los magiares calvinistas por otra, intentaron convertir a su confesión a los rumanos dando por resultado una Iglesia oriental en las formas exteriores y calvinista en el fondo.
Rumania, situada en la «línea cristiana» establecida por el Papa para detener la difusión de la Reforma y
expulsar a los turcos de Europa, fue parcialmente reintegrada al mundo católico cuando en 1688 Transilvania (zona central de Rumanía) pasó al dominio de los Habsburgos. Observando la diferencia de trato entre los príncipes calvinistas y los católicos Habsburgos, la Iglesia transilvana se aproximó enseguida a Roma, culminando dicho proceso en 1701 con un Sínodo en el que el obispo y cincuenta y cuatro decanos, representantes de mil quinientos ochenta y dos sacerdotes y aproximadamente doscientos mil fieles, firmaron la profesión de fe católica, uniéndose con el Papa y dando origen a la Iglesia rumana unida, Iglesia grecocatólica de rito oriental, que convivirá con la Iglesia católica de rito latino y con la Iglesia ortodoxa.
Una vez superadas las dificultades de los comienzos, la Iglesia rumana unida hizo inmediatamente grandes progresos, colaborando en el resurgir cultural y político de Rumanía de manera que, aun siendo la religión de una minoría, el catolicismo unido gozaba de un inmenso prestigio. Así lo atestigua, por ejemplo, el honor que recayó sobre un obispo católico unido, monseñor Hossu, de entregar al rey en Bucarest el acta de unión que consagraba, con la cesión de la Besarabia, la formación de la Gran Rumania en 1920 al finalizar la primera guerra mundial.
No duró mucho la libertad del pueblo rumano. El 23 de agosto de 1944 el ejército ruso invadía el país imponiéndole un armisticio sin condiciones. En marzo de 1945 los rusos sustituyeron al gobierno de coalición que había firmado el armisticio por un nuevo gobierno dominado por los soviéticos con el objetivo de implantar en Rumanía una sociedad socialista. La persecución religiosa no tardó en comenzar y, con el apoyo de la jerarquía de la Iglesia ortodoxa, los comunistas emprendieron una lucha de exterminio contra la Iglesia greco-católica unida, considerada como «antinacional» y «antihistórica».
Las autoridades comunistas, después de haber depuesto a algunos obispos greco-católicos e impedido a otros ejercer su ministerio, forzaron la convocatoria de un Sínodo en Cluj para conseguir el paso de los católicos unidos al cisma ortodoxo. El fracaso de esta iniciativa condujo a que Iglesia greco-católica de rito oriental fuera oficialmente suprimida el 1 de diciembre de 1948.
Esta persecución fue tan feroz que en pocos meses destruyó y deshizo completamente la organización de la Iglesia católica de rito oriental, aniquilando todo lo que representaba su actividad cultural, espiritual, educativa, social y asistencial. Sobre todos los sectores de su múltiple actividad pasó con suma
brutalidad el rodillo de la implacable furia comunista de manera que más de 1.500 sacerdotes fueron detenidos o dispersados y perseguidos sin tregua por la policía comunista, todos los monasterios devastados por el furor rojo; los religiosos y religiosas detenidos y encerrados en campos de concentración o errantes; los templos, ocupados por los comunistas; los seminarios, las escuelas y los colegios católicos, secuestrados; la prensa católica suprimida; los bienes de las instituciones benéficas, de los hospitales, de las parroquias, incautados por el gobierno; y lo que es más triste aun, los fieles de esta Iglesia, sin templos y sin  sacerdotes, aterrorizados por las autoridades gubernativas a fin de forzarles a que renunciaran a su fe y rompieran cualquier contacto con la Iglesia de Roma.
El testimonio, en primera persona, de esta cruel persecución, «una de las más tremendas que se han desencadenado jamás contra la Iglesia de Cristo», según afirmaba el Osservatore romano en 1954, lo encontramos en las páginas de Cadenas y Terror. Un obispo greco-católico clandestino en la persecución comunista en Rumanía, publicado como reconocimiento de la entrega martirial de las vidas de los obispos greco-católicos Valeriu Traian Frentiu (†1952), Vasile Aftenie (†1950), Ioan Suciu (†1953), Tit Liviu Chinezu (†1955), Ioan Balăn (†1959), Alexandru Rusu (†1963) y Iuliu Hossu (†1970), encarcelados en las prisiones comunistas durante muchos años y beatificados por el papa Francisco, en Blaj, el 2 de junio de 2019.
Ioan Ploscaru (1911-1998), sacerdote rumano ordenado obispo en secreto el 27 de noviembre de 1948 con sólo 37 años con motivo del encarcelamiento de todo el episcopado de la Iglesia grecocatólica, nos narra en esta obra, de forma directa y conmovedora, el ambiente y los acontecimientos que marcaron su vida durante aquellos duros años de terror comunista, del que «no podemos imaginarnos ni de lejos lo que supuso» (p. 302), y en los que estuvo preso casi quince, desde el 29 de agosto de 1949 hasta el 4 de agosto de 1964 (excepto un breve periodo de libertad provisional entre el 27 de septiembre de 1955 y el 15 de agosto de 1956).
Quisiera en estas breves líneas destacar dos aspectos de su testimonio sobre los que me parece muy
oportuno reflexionar en nuestro tiempo. Por un lado, el alto valor del sufrimiento –que nuestra sociedad
ignora e incluso niega, como queda patente en el actual debate sobre la eutanasia– como camino para
acercarse y unirse más a Dios.
«En ninguna parte –escribe monseñor Ploscaru– se podía entrar en un contacto espiritual con tantas
personas a la vez como en la prisión. Dios nos hizo un gran regalo tanto a nosotros como aquellas almas
en sufrimiento. (…) Desde el principio ofrecí al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de
la Virgen este nuevo camino de apostolado. Me había acostumbrado a algo: como signo de aceptación
del sufrimiento, cada vez que entraba en una nueva celda, durante todos esos años de detención, besaba
el cerrojo y las rejas diciendo: «Señor, todo esto lo acojo y soporto por ti, pues si tú ahora estuvieras sobre la tierra, con nosotros, seguramente estarías en la prisión» (p. 137-138) (…) Esperemos que el mundo
se despierte, que se dé cuenta por sus propios sufrimientos que sin Dios el hombre no puede realizarse
en su justo valor espiritual. El misterio del dolor, sin el ejemplo de Cristo sobre la cruz, no tiene ningún
sentido: el mundo no lo puede entender ni aceptar» (p. 215) (…) En los quince años que estuve detenido pude constatar que las almas están receptivas a la palabra de Dios. Apenas entraba en una celda, podía
hacer las oraciones comunes; instruí en la fe a aquellos con quienes compartía la celda y su ánimo se levantó. En todas las presiones y las celdas por donde estuve en este largo periodo de tiempo, no encontré en las paredes más que cruces dibujadas e inscripciones religiosas. Fuera –sobre los muros, en las estaciones de tren y otros lugares públicos de tránsito– no se encuentran más que inscripciones obscenas. El contraste es sorprendente…» (p. 330).
Por otro lado, la necesidad de la oración para sostener nuestra esperanza en esta noche oscura
que parece envolvernos por todos los lados. «¡La única arma de defensa contra la destrucción de lo humano –explica el arzobispo de Lugoj– era la oración! Los no creyentes, la mayoría de las veces, llegaban a ser creyentes en la cárcel viendo la resignación, la tranquilidad y la confianza, incluso la alegría de los que rezaban. A través de la oración, el alma fortalecía el cuerpo, lo iluminaba y le otorgaba el poder de resistir, de soportar, de enfrentarse al sufrimiento, a la soledad, al hambre, al aislamiento. ¡Bendita sea la oración que nos acerca al Creador, fuente suprema de vida y felicidad! (p. 174-175) (…) Aunque yo era optimista por naturaleza, tuve momentos en que el horizonte se oscurecía, en que no veía ninguna salida,
no se vislumbraba ni un rayo de esperanza, en que mi alma estaba desierta y vacía, y algo en mi interior se rebelaba… Pero estos momentos no duraban mucho, y yo buscaba a través de la voluntad no dejarme abatir «bajo la cruz», y empezaba a rezar… Y si bien al principio la oración era automática, poco a poco notaba que no estaba solo, y mis fuerzas regresaban. La asistencia divina fue la ayuda suprema y mi fuerza durante los largos año de cárcel (p. 360-361).
«Mirando atrás a los largos años de terror, sufrimiento y tormento, –concluye Ploscaru– todo me parece un sueño lejano… ¡Sin embargo, fue una cruel realidad que ofrecí con alegría, en cada momento, por la libertad de la Iglesia y por la conversión de mi país!» (p. 435).