Carta de Juan Pablo II sobre el Sagrado Corazón con ocasión del tercer centenario de la muerte de santa Margarita María

El tricentenario de la muerte de santa Margarita María, cano­nizada por mi predecesor Benedicto XV en 1920, reaviva el recuerdo de aquella que, de 1673 a 1675, recibió el favor de las apariciones del Señor Jesús y vio que se le confiaba un mensaje cuya irradiación fue inmensa en la Iglesia. En la octava de la fiesta de Corpus Christi de 1675, en ese gran siglo en que tantos autores y artistas habían penetrado las riquezas del alma humana, la joven visitandina de Paray-le-Monial oye esta palabra turbadora: «He aquí este corazón que tanto ha amado a los hombres y que no ha ahorrado nada hasta agotarse y consumirse para testimoniarles su amor; y en recompensa, no recibo de la mayoría sino ingratitudes».
Durante mi peregrinación en 1986 a la tumba de Margarita María, pedí que, dentro del espíritu de lo que ella transmitió a la Iglesia, se rindiera fielmente culto al Sagrado Corazón. Porque junto al Corazón de Cristo el corazón del hombre aprende a conocer el sentido verdadero y único de su vida y su destino, junto al Corazón de Cristo el corazón del hombre recibe la capacidad de amar.
Santa Margarita María recibió la gracia de amar a través de la cruz. En eso, nos da un mensaje siempre actual. Es necesario, dice «hacernos copias vivientes de nuestro Esposo crucificado, ex­presándolo en nosotros por medio de todas nuestras acciones» (carta del 5 de enero de 1689). Nos invita a contemplar el Corazón de Cristo, es decir a reconocer, en la humanidad del Verbo encarnado, las riquezas infinitas de su amor al Padre y a los hombres. Ahora bien, es el amor de Cristo lo que hace al hombre digno de ser amado. Creado a la imagen y semejanza de Dios, el hombre recibió un corazón ávido de amor y capaz de amar. El amor del Redentor, lo curó de la herida del pecado, lo eleva a la condición de hijo. Con santa Margarita María, unida al Salvador hasta en el sufrimiento ofrecido por amor, pedimos la gracia de reconocer el valor infinito de todo hombre.
Para dar al culto del Sagrado Corazón el lugar que le corresponde en la Iglesia, necesitamos retomar la exhortación de san Pablo: «Tened en vosotros los sentimientos que estuvieron en Cristo Jesús» (Flp 2,5). Todos los relatos evangélicos deben ser releídos en esta perspectiva: cada versículo, meditado con amor, revelará un aspecto del misterio encerrado por los siglos y ahora manifestado a nuestros ojos (cf. Col 1, 26). El Hijo único de Dios, encarnándose, toma un corazón humano. A lo largo de los años que pasa en medio de los hombres, manso y humilde de corazón (Mt 11, 29), revela las riquezas de su vida interior por medio de cada uno de sus gestos, sus miradas, sus palabras, sus silencios. En Cristo Jesús se cumple plenamente el mandamiento del Antiguo Testamento: «amarás al Señor con todo tu corazón» (Dt 6,4). En efecto, solo el Corazón de Cristo ha amado exclusivamente al Padre.
Y he aquí que somos llamados a participar en ese amor y a recibir, por el Espíritu Santo, esta extraordinaria capacidad de amar. Después del encuentro del Resucitado en el camino de Emaús, los discípulos se maravillan: «¿No ardía todo nuestro corazón dentro de nosotros, cuando nos hablaba en el camino, cuando nos explicaba las Escrituras?» (Le 24, 32). Sí, el corazón del hombre arde al contacto del Corazón de Cristo, porque descubre con cuánto amor al Padre el Señor resucitado ha cumplido «lo que anunciaron los profetas» (Lc 24, 25).
Así, la humanidad del Señor Jesús muerto y resucitado se revela a nosotros por medio de la contemplación de su Corazón. Nutrida por la meditación de la Palabra de Dios, la plegaria de adoración nos coloca en una relación más estrecha, más íntima, con ese «Corazón que ha amado tanto a los hombres». Comprendida así, la devoción al Sagrado Corazón favorece la participación activa de los fieles en los tiempos de gracia de la Eucaristía y del sacramento de la Penitencia; en estrecho vínculo con la humanidad de Cristo entregado para la salvación del mundo sacan también el deseo de ser solidarios con todos los que sufren y el coraje de ser testigos de la Buena Nueva.
Aliento a los pastores, las comunidades religiosas y a todos los animadores de las peregrinaciones a Paray-le-Monial para que contribuyan a la extensión del mensaje recibido por santa Margarita María. A tí mismo, pastor de la Iglesia de Autun, y a todos los que se dejen alcanzar por esa enseñanza, les deseo que descubran en el Corazón de Cristo la fuerza del amor, las fuentes de la gracia, la presencia real del Señor en su Iglesia por el don cotidianamente renovado de su cuerpo y de su sangre. A cada uno de vosotros, concedo con gusto mi bendición apostólica.