La manía de la diversidad

El escritor y psiquiatra Theodore Dalrymple escribe en el número de invierno de The Salisbury Review sobre la obsesión por las cuotas y el igualitarismo demográfico, una de las últimas modas políticamente correctas. Y sostiene que los esfuerzos de ingeniería social que llevan aparejadas acaban por imponer un tipo de comportamientos al hombre común:
«El antiguo gerente del Liverpool Football Club, Bill Shankly, dijo una vez que el fútbol no era un asunto de vida y muerte, sino que era algo mucho más importante. Supongo que un escritor podría decir lo mismo sobre la literatura, pero hoy en día hay una enorme diferencia o abismo entre la importancia percibida del fútbol y la literatura, siendo la primera enormemente más importante.
Mientras que una gran editorial como Penguin ha dicho que pretende publicar más libros seleccionados en base a características demográficas como la raza y la orientación sexual de los escritores, ningún club de fútbol en la actualidad selecciona a los jugadores siguiendo ese criterio. Dada la frivolidad intelectual de la discriminación positiva, concluyo que el fútbol, a diferencia de la literatura, es un asunto demasiado serio para las interferencias de lo políticamente correcto.
El domingo pasado mi sobrino francés estaba de visita en Inglaterra para mejorar su inglés. Él es un entusiasta del fútbol y me llevó al pub a ver el partido entre el Manchester United y el Liverpool… No pude evitar fijarme en que cinco de los jugadores del Manchester y siete del Liverpool, eran, o bien negros o, como Obama, de raza mixta. Y no vi nada malo en ello, por supuesto: los jugadores fueron elegidos porque eran los mejores jugadores disponibles, sin ningún otro tipo de consideraciones tomadas en cuenta. Nadie soñaría en exigir que, en el futuro, haya jugadores de origen bangladesí o vietnamita en el equipo, para reflejar su peso en la población.
Se puede decir con certeza que los jugadores de ambos equipos no eran de ninguna manera demográficamente representativos de la población de Gran Bretaña en su conjunto. Una representación demográfica más representativa significaría que la calidad del juego decaería, y bajo un régimen de pan y circo (o partidos de fútbol) como el que tenemos actualmente, esto sería una catástrofe.
Sólo en cuestiones sin importancia, como la composición de las altas esferas del gobierno, la asistencia a la universidad, los consejos de administración de las empresas o el poder judicial y cosas de este tipo, debe imponerse el principio del igualitarismo demográfico. El hecho de que ciertos grupos estén subrepresentados en estas esferas puede ser tomado como evidencia de prejuicio y discriminación, aunque por supuesto la sobrerrepresentación de las minorías étnicas en los equipos de fútbol no supone ninguna evidencia en esta dirección. Allí prevalece la meritocracia.
Las personas de origen bangladeshí están ausentes del fútbol profesional. En la hipótesis de los defensores de la discriminación positiva, esta ausencia tiene que ser el resultado de fuerzas malignas en acción. Si no están interesados en el fútbol como deporte o carrera tiene que ser porque han absorbido desde muy temprano la idea que a la gente de ascendencia bangladeshí no le interesa el fútbol, porque han absorbido la idea de que no pueden sobresalir en ello, y por ello no tienen modelos de conducta a seguir. Y la razón por la que no hay modelos a seguir es porque todos aceptan el estereotipo de que la gente de origen bangladeshí no juega al fútbol porque no son atléticos. Ellos mismos aceptan el estereotipo.
Lo que se requiere, por lo tanto, es desplegar un programa de ingeniería social y psicológica en varios frentes. El estereotipo debe ser destruido con la propaganda y la censura de aquellos que se muestran escépticos y se deben establecer cuotas para los jugadores de origen bangladeshí.
Las implicaciones totalitarias de todo esto son obvias. Sin embargo éste es cada vez más el camino por el que vamos a ir en muchas esferas de la vida, aunque hay que reconocer que no en el fútbol, porque el fútbol es más importante en nuestra cultura que la vida y la muerte. Y esto es porque nuestra clase intelectual teme o desprecia tanto al hombre común que cree que hay que obligarle a practicar la “virtud”, lo quiera o no”».