El preocupante futuro de los cristianos en Turquía

Tras las tensiones entre Turquía y los Estados Unidos a propósito de la situación en la frontera turco-siria y acerca del trato hacia los kurdos, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan visitó la Casa Blanca y, en un gesto de distensión, afirmó que Turquía iba a destinar fondos a la restauración de las iglesias dañadas durante la guerra civil en el norte de Siria. Un mensaje que espera calmar también la creciente preocupación en relación al trato discriminatorio y las presiones que Turquía despliega hacia su propia población cristiana, cuyo peso ha caído del 25% en 1914 a menos del 0.5% hoy en día.
Los cristianos han estado presentes en la región desde el primer siglo de nuestra era. Muchos cristianos que escapaban de la persecución desatada en Jerusalén se refugiaban en las ciudades de lo que es actualmente Turquía.
La llegada del islam representó un golpe fuerte para las comunidades cristianas, pero el sistema de gobierno otomano, en vigor desde 1299 hasta 1923, permitió su supervivencia. En efecto, aunque el poder era musulmán, a los cristianos se les aplicaba el régimen de dhimitud: eran legalmente inferiores y tenían que pagar unos impuestos especiales, pero se les reconocía una cierta autonomía judicial en materias como herencias o matrimonios. Con el debilitamiento del Imperio otomano a partir del siglo xviii, las condiciones de vida de los cristianos fueron mejorando paulatinamente, alcanzando incluso la plenitud de derechos, hasta que el sultán Abdul Hamid II (1876-1909), retomó una política que fundaba la unidad del Imperio en la adhesión al islam. Abdul Hamid II fue derrocado por los Jóvenes Turcos, nacionalistas que, desde un enfoque secular, prosiguieron las políticas discriminatorias, justificándolas ahora no por motivos religiosos sino étnicos, llegando hasta el genocidio de los armenios durante la primera guerra mundial.
Tras la desintegración del Imperio otomano como consecuencia de su derrota durante la Gran Guerra, Ataturk establece la República turca que, según el Tratado de Lausana, garantizaba el respeto de sus derechos a la población no musulmana. Un respeto que siempre fue frágil.
Las pretensiones de Turquía de entrar en la Unión Europea significaron una mejora en las condiciones de vida de las castigadas y ya muy menguadas comunidades cristianas. Pero esta breve primavera de libertad llegó a su fin con la apuesta de Erdogan por un islamismo panturco que aúna islam y nacionalismo al tiempo que asume que no va a acceder a las instituciones europeas. Así, durante la última década los ataques contra las minorías no-musulmanas, presentadas como una quinta columna en el seno de una Turquía cada vez más hegemónicamente musulmana, se han ido sucediendo, e incluso se vuelve a hablar abiertamente de convertir de nuevo Santa Sofía en una mezquita (tuvo esa función ya desde la caída de Constantinopla, en 1453, hasta 1931). En este contexto, el ofrecimiento de Erdogan de restaurar iglesias destruidas por la guerra en Siria es una buena noticia, aunque parece difícil que pueda ir más allá y extenderse a un mejor trato hacia los cristianos en Turquía