Y herido seguir amando

Estas palabras fueron pronunciadas por el rey Alfonso XIII ante el Santísimo Sacramento en el Cerro de los Ángeles el 30 de mayo de 1919. Con motivo del centenario de aquella consagración de España al Corazón de Cristo, el próximo 2 de diciembre (y hasta el 24 de noviembre de 2019) comienza el año jubilar que nuestra madre la Iglesia ha querido conceder también como preparación para la renovación de esta consagración. Reinad en los corazones de los hombres. Así pedía un rey al Rey de reyes. Así asentía un pueblo arrodillado y adorante. Así lo desea Cristo cada día, cada hora, a cada instante: reinar en cada uno de nuestros corazones. Pero el corazón del hombre ¡qué abismo! Hay tantos corazones arrasados, heridos… ¿quién querría ser rey de un lugar así? Tan solo nuestro Dios de entrañas compasivas, que se hizo hombre y tiene un corazón de hombre capaz de comprender el nuestro. «Él sana los corazones: destrozados y venda sus heridas» (salmo 146).
El lema de este año de gracia y bendición, en que nos preparamos para la celebración del centenario de la consagración de España al Corazón de Jesús, nos lo regala el mismo Señor. Lo hace con su Palabra, a través del profeta Isaías como una puerta por la que entra al misterio que es su amor: «sus heridas nos han curado» (Is 53, 5).
Recuerdo un niño de seis años durante una oración en que se narraba la pasión ante una cruz con un Cristo de tipo románico, con sus heridas de manos, pies, cabeza, costado, pero de rostro sereno. Estaba a la altura, más o menos de los pequeños sentados en sillas. Ese niño sintió gran compasión y se le saltaron las lágrimas. les invitó a acercarse a Jesús en la cruz y poder decirle algo o tener un gesto como besar o abrazar la cruz, ya no lloraba. Se puso muy serio y dijo: «ojalá no te hubieran hecho esas heridas con lo bueno que eres… pero así te damos besos». En sus seis años acertó de pleno: así te damos besos. Recuerda el misterio tan grande que se canta en el pregón pascual en la vigilia: «¡oh feliz culpa, que mereció tan grande redentor!». Un gran sinsentido en el que se encuentra el sentido a todas las cosas. Algo así sucede cuando uno contempla a Cristo herido de ese modo y lo que sale es desear curar las heridas, dar besos. Los corazones endurecidos se quebrantan al contemplar las heridas del Señor, y algo empieza a sanarse en nuestro interior.
Pero ¿cómo una herida puede curar otra herida? Parece imposible. El médico ¿no tendría que estar sano? No son las heridas en sí las que nos curan, sino el amor que hay tras cada una de las heridas de Cristo. El amor personal de Cristo por ti. Nos cura ver cómo Cristo sigue amando a quien le abofetea (¡tantas veces nosotros mismos!),a quien le escupe, a quien le corona de espinas, a quien le flagela, a quien le clava al madero, a quien le traspasa el corazón. Nos cura ver cómo ama cuando nosotros no podríamos amar. Lo que vemos en sus heridas, sí, es el amor desbordante, puro, eterno, que no se cansa de amar. Contemplar al Herido seguir amando, sana nuestra incredulidad, nuestra soberbia, nuestro egoísmo, nuestra desconfianza, nuestra tibieza. Hay un gran misterio en el hecho de que Dios haya querido ser herido. ¡Qué tesoro, qué valioso tendrá que ser para Él aquello que quiere conseguir con sus heridas! «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal: Id, pues, a aprender qué significa aquello de: «Misericordia quiero, que no sacrificio». Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,12-13).Y por curarnos, el médico nos ha dado como medicina, como remedio, su propia salud, su propia vida hasta perderla. Cada una de sus heridas nos curan, pero no como un mero trueque, como si simplemente alguien tuviese que sufrir. Es el amor por ti, el amor de Dios, el que cura nuestra herida, pues nuestras heridas son heridas en el amor, pues las ha provocado las ha infectado el desamor. Cristo sabe que el único remedio para nuestra herida es su amor puro y sin medida, sin torcimiento. Estas no son cualquier herida, son las heridas del Hijo de Dios, es el Amor de Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo el que se nos da como remedio en Él. Cada una de sus heridas tiene que ver con las nuestras. Su rostro escupido y abofeteado –el más hermoso– es desprecio a toda su persona. Cuántas veces nos hemos visto tratados así o hemos sido nosotros quienes hemos infligido este dolor en el hermano… al mismo Cristo. La herida que entonces abre el pecado en nosotros y en los demás, sólo puede ser sanada mirando a Jesús, herido que sigue amándome. Las heridas de su cabeza atravesada por punzantes espinas, su entendimiento triturado por lo incomprensible de nuestro desprecio a su amor. También nosotros vivimos el dolor de lo que no comprendemos de Dios: ¿Por qué el dolor?, ¿por qué la muerte de mis seres queridos?, ¿por qué el sufrimiento de los inocentes? Es que no se entiende. ¡No se entiende! También llevamos una corona de espinas. Y le miramos, y nos curamos. Sus manos y pies clavados. Manos que curan y bendicen, pies que caminan con nosotros y que nos buscan. Tal vez nos ha herido cómo otros rechazan nuestra ayuda, nos hemos sentidos inútiles, sin valor. Hemos clavado, con nuestro afán de autosuficiencia, con nuestra soberbia que no necesita nada de nadie, nada de Dios, sus manos y pies a la cruz. Y Él, herido, nos sigue amando. Y es la contemplación de su corazón dócil, manso, así clavado, amándonos, lo que nos cura. Su corazón traspasado, traicionado, burlado, es el amor al que hemos dado esquinazo. El amor entregado que ha visto como se retiran las manos que habían de recibirlo dejándolo caer y hacerse pedazos. ¡Cuántas experiencias similares hemos vivido y hecho vivir que han herido nuestro corazón! Pero Él, herido, sigue amándonos. A nosotros nos parece imposible seguir amando, no cansarnos de amar al que no nos corresponde, al que nos desprecia o peor, nos ignora. Él sigue amando. Por eso, sus heridas nos curan.
Cristo es la medicina prevista por el Padre para curarnos. Sólo Él, Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es quien puede curar la herida provocada por el pecado en nuestra vida.
La gran herida en el corazón es la distancia que con el pecado ponemos entre nosotros y Dios. El remedio a esta es la gran herida de su Corazón. ¡Qué gran misterio! Pensar que Cristo es consolado cuando tú te dejas curar con sus heridas. Acoger el remedio de sus heridas para nuestra enfermedad, acoger la redención, su amor desmedido, es la mejor forma de reparar su Corazón, la mejor acción de gracias y alabanza.
«El oprobio me ha roto el corazón y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno» (salmo 69, 21). Acércate a Cristo herido, contempla su Corazón amante y abierto y recibe el remedio para tus heridas. Él te espera en la cruz con los brazos abiertos.