Marcelo Van y Manuel Foderà

 

Si los mártires son testigos privilegiados de la fe, no lo son menos de la esperanza. Así lo señalaba el pasado verano el papa Francisco en las audiencias que dedicó a reflexionar sobre la santidad.
Y rogaba también el Papa: «¡Que el Señor nos dé la esperanza de ser santos! Pero alguno de vosotros podría preguntarme: “Padre, ¿se puede ser santo en la vida diaria?” Sí, se puede. “¿Pero esto significa que tenemos que rezar todo el día?”. No; significa que tienes que hacer lo que debes todo el día: rezar, ir al trabajo, cuidar de tus hijos. Pero es necesario hacerlo todo con el corazón abierto hacia Dios, de forma que tu tarea, también en la enfermedad, en los sufrimientos, en las dificultades, esté abierta a Dios. Y así podemos ser santos. No pensemos que es algo difícil, que es más fácil ser delincuentes que ser santos. ¡No! Se puede ser santo porque nos ayuda el Señor; es Él quien nos ayuda».
La reciente beatificación de los misioneros vicencianos da testimonio de ello, como lo da también la multitud de santos que celebrábamos el pasado 1 de noviembre, «compañeros y testimonios de la esperanza». Y este camino de santificación en la vida ordinaria, camino de infancia espiritual (según redescubrió santa Teresita del Niño Jesús) vivida con un espíritu martirial (hasta el extremo, si Dios da esa gracia), continúa estando muy presente en la Iglesia, como demuestran los testimonio de Marcelo Van o Manuel Foderà.

Marcelo nació en marzo de 1928 en Ngam Giao (Vietnam), en el seno de una familia católica muy devota, en la que, junto con sus tres hermanos, solían rezar el rosario todos los días y orar ante el Santísimo Sacramento. Tras la enfermedad de su hermano mayor, Liet, que lo llevó a la ceguera, su padre se pierde en la bebida y en las apuestas, trocando ese ambiente familiar tan cristiano. Es entonces cuando el pequeño Marcelo empieza a ofrecer sus primeros sacrificios por la conversión de su progenitor, naciendo también en su corazón el deseo de hacerse sacerdote.
En 1942 ingresa en el seminario dominico de Langson, pero muy pronto lo abandona por falta de recursos. Regresa al año siguiente, esta vez en Quang Uyen, donde tiene su primer encuentro con santa Teresita del Niño Jesús, en cuyas manos le puso la Providencia con ocasión de una gran tribulación que le aquejó por entonces. Al leer Historia de un alma, Marcelo se identificó por completo con la vida de la santa y su caminito de infancia espiritual, tomándola como guía y modelo hasta el punto de tener locuciones interiores de la propia santa según ha testificado su director espiritual: «Su vida ejemplar, la pureza de su alma, su obediencia perfecta a su director espiritual y su generosidad frente al sacrificio me dan un juicio favorable con relación a la veracidad y a la autenticidad de aquellas comunicaciones».
De hecho fue santa Teresita quien le dio a conocer que sería religioso, siendo el mismo san Alfonso María de Ligorio quien lo convocó a su congregación mediante una aparición durante el rezo del rosario. El 17 de octubre de 1944 ingresó en el noviciado de los Redentoristas de Hanoi, donde recibe el nombre de Marcelo, realizando la profesión solemne el 8 de septiembre de 1952. Un par de años después es detenido por los comunistas y condenado a quince años de trabajos forzados, falleciendo el 10 de julio de 1959 a causa de la tuberculosis.
El cardenal Van Thuan, primer postulador de la causa de Marcelo, escribía en el prólogo de Pequeña historia de Van, primera biografía del joven redentorista vietnamita, realizada por el padre Boucher, su director espiritual: «Para respetar la obra de Dios, hay que dejarla intacta, transparente, verdadera, genuina, como el agua limpia apenas salida de su manantial. Esa obra de Dios es Marcelo Van, con todas sus debilidades físicas, sus alegrías, su ternura de niño, sus pruebas humanamente insuperables, sus huidas, su familiaridad con Jesús, María y Teresita. No hay nada que agregar o quitar, no hay leyenda ni sentimentalismo».
Y no sólo Dios nos invita a hacernos como niños, sino que llama a la santidad también a los mismos niños. Así lo hizo patente Manuel Foderà, quien con tan sólo cuatro años afrontó la dolorosa enfermedad que finalmente le llevaría a la muerte con un admirable espíritu martirial, preocupado por «convertir al mayor número de almas posibles».
Al pequeño Manuel, natural de Calatafimi (Italia), le detectaron un grave tumor en 2005 tras acudir al hospital con un fuerte dolor en la pierna derecha y una fastidiosa fiebre que le quita el apetito. Este fue el inicio de interminables ciclos de quimioterapia, trasplantes, operaciones, transfusiones de sangre e inenarrables dolores.
«Era pequeñísimo –recuerda sor Prisca, que prestaba servicio en el Hospital de Palermo donde Manuel fue atendido–, pero antes de ir a recibir el tratamiento venía siempre a la capilla y al verme me decía: “Sor Prisca, llévame a la sacristía, ¡porque quiero ver a Jesús en la cruz!”. Con delicadeza lo cogía en brazos y le acercaba la cabecita al tabernáculo. Era muy feliz porque quería ser el amigo más querido de Jesús. Después rezábamos juntos el santo Rosario y con emoción escuchaba cómo repetía las letanías de memoria».
La Virgen entra, desde los primerísimos días, en los relatos del niño de manera insistente. Ante todo porque –dice Manuel– las avemaría le hacen «estar mejor». Su madre será testigo de los múltiples consuelos, tanto espirituales como materiales, que nuestra Madre celestial le concedió y que recuerdan, por su sencillez, a los relatados por santa Teresita del Niño Jesús.
En octubre de 2007 Manuel tiene tan sólo seis años pero las alarmantes condiciones de su estado de salud y su inestimable deseo de recibir el Cuerpo de Cristo consiguen que el obispo le autorice para anticipar el sacramento de la Eucaristía. El esperado día llega pero Manuel tiene unos dolores terribles en una pierna que no lo permiten levantarse de la cama, por lo que teme no poder ir a la capilla. Hacia mediodía, el dolor desaparece. Manuel lo explica así: «La Virgen dijo: “Manuel no puede tomar a Jesús cojeando”. Por lo que ha hecho magia y me ha curado». Precisamente con la Eucaristía comienzan sus asiduos coloquios con Jesús, a través de los cuales el Señor le muestra que «su corazón no es suyo, sino que es mío y yo vivo en ti». Muchas veces Manuel no comprende y simplemente le expresa su amor y se deja amar por Él, centrando su atención en salvar almas para Dios.
«Manuel –comentaba don Ignacio, su director espiritual desde los siete años– me decía siempre que Jesús le había dado el sufrimiento y que tenía necesidad de éste porque juntos debían salvar al mundo. Manuel siempre luchó como un verdadero guerrero, a imitación de Cristo, hasta entregar su vida por la salvación y la conversión de todos. Aún recuerdo muy vivamente la gran capacidad que tenía de soportar el dolor, sólo por amor a Jesús». El 20 de julio de 2010 Manuel se reunió con el Corazón de Jesús.