Depuesto Robert Mugabe, el tirano de Zimbabue

La era de Robert Mugabe como dictador en Zimbabue (la antigua Rodesia) ha llegado a su fin. Tras 37 años el país está sumido en una profunda crisis que, una vez más, vuelve a poner en evidencia el fracaso del proceso de descolonización en África (y esta vez no por culpa de los europeos).
El pasado 15 de noviembre el ejército tomó el control del país. En principio no se discutía la presidencia de Mugabe, sino que se pretendía perseguir a la banda de ladrones que ha prosperado bajo la protección de su esposa Grace, a la que hacían responsables de las dificultades en que se halla sumido el país. A esto siguió la toma de las calles por parte de multitudes eufóricas gritando lemas contra Mugabe, el héroe de la independencia conseguida en 1980 que ya no puede ocultar por más tiempo su rostro de tirano corrupto sin escrúpulos.
Como sucede en estos casos, la caída de Mugabe ha revelado toda una serie de desmanes que hasta ahora los medios habían mantenido fuera de los focos de atención. No era la primera crisis política que abordaba Mugabe en sus casi cuatro décadas en el poder. Hasta ahora las había superado todas con una determinación despiadada, violando las propias reglas e instituciones y usando sin escrúpulos todos los medios a su disposición: desde el aparato estatal para manipular las elecciones a los medios de comunicación para propagar sus proclamas vehementemente antioccidentales y racistas, pasando por el ejército para reprimir a la oposición.
Héroe de la guerra de la independencia, Mugabe pronto descubrió las ventajas de declararse marxista. La prensa occidental pasó por alto sus crímenes y ya en 1981 importó 106 asesores militares norcoreanos que le ayudaron a formar el Quinto Escuadrón. Con esta fuerza de elite inició una campaña de terror destinada a imponer su supremacía, exterminando a entre 25.000 y 40.000 civiles ndebele, la etnia adversaria a la de los shona, a la que pertenece Mugabe.
Los juicios que se siguieron mostraron al mundo que los viejos tribunales llevados a África por el colonialista Cecil Rodhes eran ya cosa del pasado: en una de las sentencias se señalaba que «algunas tribus son tan bajas en la escala de organización social que sus usos y concepciones de derechos y deberes no deben reconciliarse con las instituciones o ideas legales de la sociedad civilizada… Es imposible salvar un abismo como ese. Sería inútil imputar a esas personas una sombra de los derechos reconocidos por nuestra ley y luego transmutarla en la sustancia de los derechos de propiedad transferibles, tal como los conocemos».
En 1982 Mugabe impulsó la Ley de Tierras Comunales, que las colocaba bajo el control directo del Estado y ponía por delante de la propiedad la explotación de las mismas, aunque luego fueran abandonadas. El hambre diezmó la población de Zimbabue ante el desplome de la producción agrícola, pero el progresismo occidental siguió jaleando a Mugabe. Sin ir más lejos, Jean Ziegler, Relator Especial para el Derecho a la Alimentación y vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, declaró que «la historia y la moral están de su lado».
El año 2000 tuvo lugar una nueva «reforma agraria» que dio el golpe de gracia a la economía del país, robando sus granjas a los granjeros blancos que habían aguantado hasta ese momento y transformando las enormes extensiones de tierras cultivadas con cereales, tabaco, café y otros productos en campos selváticos y mal cultivados. La antigua colonia británica, una de las más prósperas, se convertía gracias a la incansable labor de Mugabe, en un erial que llevó a un cuarto de la población, en torno a tres millones de personas, a emigrar a los países vecinos, principalmente Sudáfrica, mientras otros cuatro millones dependían de las ayudas internacionales para sobrevivir. Y todo esto mientras Mugabe y sus aliados se enriquecían de manera escandalosa (el presidente compró, por ejemplo, mansiones en Hong Kong mientras su esposa coleccionaba carísimos zapatos italianos). Lejos de rectificar, el presidente echó la culpa a Occidente, a la descolonización, al neoimperialismo europeo, a las multinacionales… y consiguió el apoyo internacional a su dictadura. Una de sus últimas leyes, aprobada en 2013, expropiaba un mínimo del 51% de las acciones de las empresas extranjeras activas en Zimbabue, una medida vengativa que, lejos de mejorar la situación económica, hundía aún más a su país.
A la vista de este balance, resulta increíble, pero tristemente cierto, que tantos católicos pusieran sus esperanzas en Robert Mugabe. Cuando alcanzó el poder en 1980 la prensa católica exultó: estábamos ante un líder poscolonial formado en los colegios de la Compañía de Jesús y que afirmaba rezar el rosario durante sus años de lucha guerrillera contra la dominación colonial. Su madre acostumbraba a llevarle diariamente a misa mientras intentaba superar las dos tragedias de su vida: el abandono de su marido y la muerte de su hijo mayor. Fue un jesuita irlandés, Jerome O’Hea, quien vio el potencial del joven Robert para convertirse en un gran hombre y se convirtió en su mentor durante todos sus años de formación. Pero lo cierto es que el joven jefe formado por los jesuitas empezó pronto a dar señales de que era muy selectivo a la hora de seguir aquellas enseñanzas. Pero lo cierto es que la mayoría de los católicos prefirireron justificar los desmanes de Mugabe y seguirle el juego victimista y la ideología anticolonial. Las declaraciones de la Conferencia Episcopal quedarán para siempre como un triste ejemplo de adulación al poder. No todos cayeron en este juego: el arzobispo Pío Ncube de Bulawayo alzó su voz contra Mugabe a principios de siglo, llegando a mostrarse incluso favorable en 2007 a una recolonización de Zimbabue. Tuvo que huir del país, al que sólo ha podido regresar recientemente. Una formación católica no es suficiente para garantizar un buen gobernante: nadie es inmune a las tentaciones del poder y Mugabe sucumbió muy pronto al mismo, al tiempo que manipulaba a la Iglesia en su propio provecho.
Pero a pesar de todos sus abusos y crímenes, Mugabe no ha caído por ninguno de ellos, sino por su último acto de nepotismo: el cese de su vicepresidente, Emmerson Mnangagwa, para preparar su sucesión en su joven esposa Grace (Mugabe tiene 93 años). Con este movimiento el presidente ha perdido el apoyo de su clan, veteranos (y corruptos) de la guerra de independencia, aquellos que durante años han amenazado, torturado y asesinado a todos sus adversarios, aquellos que en el 2000 ocuparon las grandes propiedades agrícolas confiscadas con el pretexto de la reforma agraria, asesinando a sus legítimos dueños, los granjeros blancos. Así pues, parece prematuro alegrarse excesivamente por la caída de Mugabe. Zimbabue sigue en manos de quienes han convertido aquel país en un infierno.