Y una victoria con consecuencias

No todo han sido reveses judiciales: la nominación del juez Neil Gorsuch como nuevo miembro del Tribunal Supremo es la primera victoria significativa de Trump. Gorsuch tuvo que enfrentarse a la actitud radicalmente obstruccionista de la minoría demócrata en el Senado. Su cerrazón no se basaba en ningún recelo grave. En esto Trump fue hábil: en contra del parecer de algunos de sus colaboradores, que apostaban por un juez con un perfil más combativo, eligió a Gorsuch, un juez poco polémico y de gran prestigio, un originalista y textualista estricto (es decir, alguien que defiende que la Constitución no es un texto vivo que va evolucionando según los gustos de cada momento, sino un texto muerto, fijado de una vez por todas, que los jueces deben de limitarse a interpretar, dejando de lado su creatividad: si algo debe cambiarse, no le compete a los jueces decidirlo, sino al poder legislativo). Educado en Columbia, Harvard (es de la misma promoción que Barack Obama) y Oxford (donde escribió su tesis doctoral, en la que realizó una crítica fundada del suicidio asistido), nadie discute la competencia, la integridad y el rigor de Gorsuch: en 2006 consiguió el consenso unánime de los senadores en ocasión de su nombramiento como juez federal.
El motivo de la oposición demócrata hay que buscarlo en lo ocurrido hace un año, cuando falleció el juez Scalia, cuyo puesto ahora ocupará Gorsuch. Entonces los republicanos anunciaron que bloquearían cualquier nominación de Obama y que se debía esperar al próximo presidente para cubrir esa vacante. Una apuesta arriesgadísima e inédita que les salió bien casi contra todo pronóstico. Un Obama en el tramo final de su mandato no se decidió a proponer un candidato y abrir esa guerra. Quizás confió, como casi todo el mundo, en que el siguiente presidente demócrata lo haría. En cualquier caso, ha sido Trump quien ha enviado a Gorsuch al Supremo, cumpliendo con una de sus promesas electorales más importantes y aquella que hizo que probablemente millones de electores le dieran su voto.
Pero volvamos al Senado. Hasta hace unos días la confirmación para el Tribunal Supremo requería una mayoría cualificada de sesenta votos, algo inalcanzable para los republicanos en solitario. Trump amenazó con activar la «opción nuclear» y ante la cerrazón demócrata ha cumplido su amenaza, modificando el reglamento para que baste la mayoría simple, como así ha ocurrido. Una opción a priori impopular, pero que el líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, ha podido llevar a cabo sin especial desgaste gracias al precedente del demócrata Harry Reid quien, en 2013, en una situación similar a la actual y gozando entonces de la mayoría, aplicó la «opción nuclear» para rebajar el techo necesario hasta la mayoría simple para todas las confirmaciones de jueces, en aquel momento bloqueadas por los republicanos, con la excepción de las del Tribunal Supremo. Al usar entonces la «opción nuclear», Reid legitimó que en el futuro fuera también usada. Algunos demócratas ya lo advirtieron en su momento: ahora nos favorece, pero de este modo dejamos abierta una vía que, en el futuro, los republicanos pueden usar en nuestra contra… como así ha ocurrido. Algo se ha roto en el entramado institucional estadounidense: los acuerdos por encima de los partidos parecen definitivamente cosa del pasado y es cada vez más el partido en el poder el que nombra a jueces claramente alineados cada vez que se le presenta la oportunidad.
De hecho, estamos ante las consecuencias del proceso de politización del Tribunal Supremo impulsado desde hace años de manera muy intensa por la izquierda. El Supremo se ha convertido en una especie de «superlegislatura» que tiene la última palabra sobre las cuestiones de mayor calado, desde el aborto al matrimonio entre personas del mismo sexo.