Ellos tuvieron la gracia de confesar a Jesús hasta el final, hasta la muerte. Ellos sufren, ellos dan la vida, y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio. Si miramos bien, la causa de toda persecución es el odio del príncipe de este mundo hacia cuantos han sido salvados y redimidos por Jesús con su muerte y con su resurrección.
En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (Cf. Jn 15,12-19) Jesús usa una palabra fuerte y escandalosa: la palabra «odio». Él, que es el maestro del amor, a quien gustaba mucho hablar de amor, habla de odio. Pero Él quería siempre llamar las cosas por su nombre. Y nos dice: «No os asustéis. El mundo os odiará; pero sabed que antes que a vosotros, me ha odiado a mí».
«El origen del odio es éste: porque nosotros hemos sido salvados por Jesús, y el príncipe de este mundo esto no lo quiere, él nos odia y suscita la persecución, que desde los tiempos de Jesús y de la Iglesia naciente continúa hasta nuestros días. Cuántas comunidades cristianas hoy son objeto de persecución! ¿Por qué? A causa del odio del espíritu del mundo».
Cuántas veces en momentos difíciles de la historia se ha escuchado decir: «Hoy la patria necesita héroes». El mártir puede ser pensado como un héroe, pero la cosa fundamental del mártir es que fue un ‘agraciado’: es la gracia de Dios, no el coraje lo que nos hace mártires.
Hoy del mismo modo se puede interrogar: ¿Qué cosa necesita hoy la Iglesia?. Mártires, testimonios, es decir, santos, aquellos de la vida ordinaria, porque son los santos los que llevan adelante a la Iglesia. ¡Los santos!, sin ellos la Iglesia no puede ir adelante. La Iglesia necesita de la santidad de todos los días llevada adelante con coherencia; pero también de aquellos que tienen la valentía de aceptar la gracia de ser testigos hasta el final, hasta la muerte. Todos ellos son la sangre viva de la Iglesia».