La beata Jacinta Marto

Jacinta nació el 11 de marzo de 1910 en el caserío de Aljustrel, pequeño agregado situado a un km de Fátima, formado por una hilera de humildes casas de campesinos con sus huertos y sus cuadras, alineadas a lo largo de la carretera.
Jacinta era la menor de los doce hijos del muy cristiano hogar de Manuel Marto y Olimpia de Jesús; una niña alegre, de facciones delicadas, mimada y consentida, y por ello melindrosa y caprichosa.
De clara inteligencia, nerviosa y vivaracha, estaba siempre corriendo, saltando, o bailando al son de la música. Le gustaba recoger flores silvestres para su prima Lucía, su amiga y confidente, con la que comenzó a ejercer de pastora del rebaño de la familia. Tomaba en sus brazos a las ovejitas pequeñas, imitando al Buen Pastor Jesús, como oía explicar al párroco en sus sermones, y a su tía María Rosa, madre de Lucía, en las clases de catecismo que daba en su casa.
El padre José Galamba, presidente de la comisión para la causa de su beatificación, preguntó a Sor Lucía sobre el carácter de Jacinta y sobre qué se sentía en su presencia. Sor Lucía contestó: «Antes de las apariciones era muy susceptible y caprichosa; se enfadaba a la menor contrariedad en el juego y para que volviese había que dejarle escoger a su gusto y que todos se sometiesen a lo que ella quería. Pero después de ver a Nuestra Señora todo cambia, y su comportamiento fue serio, modesto y amable. Manifestaba la presencia de Dios en todas sus acciones ya no como una niña, sino como persona de mayor edad y virtud. Muchos sentían reverencia en su presencia, y yo como ante una santa que se comunicaba con Dios. Si algún niño o adulto en su presencia decía o hacía algo incorrecto, les reprobaba diciéndoles que ofendían a Dios, que estaba ya demasiado ofendido.»

«Dios quiso derramar en ella una gracia especial a través del Inmaculado Corazón de María»

Sor Lucía escribe: «Me parece que Jacinta fue la que recibió de Nuestra Señora mayor abundancia de gracia, y un mejor conocimiento de Dios… era una niña sólo en años…es admirable cómo captó el espíritu de oración y sacrificio que la Virgen nos recomendó.» Preguntada cómo Jacinta, siendo tan pequeña, comprendió tan perfectamente este espíritu de mortificación y penitencia, respondió: «Pienso que la primera razón es porque Dios quiso derramar en ella una gracia especial a través del Inmaculado Corazón de María, y la segunda porque vio el Infierno y la ruina de las almas que caen en él».
La caprichosa Jacinta de antes, después de cada aparición se fue transformando, especialmente tras la visión de las consecuencias del pecado, viviendo sus últimos meses con un único pensamiento: convertir pecadores y preservar las almas del Infierno. Exclamaba: ¡Qué pena tengo de los pecadores!, !Si pudiera mostrarles el Infierno! Lucía le decía: «No tengas miedo del Infierno, pues tú vas a ir al Cielo»; a lo que Jacinta respondía: «Sí, pero querría que toda esa gente que viene aquí los días de las apariciones fuese también al Cielo.»

«Yo quiero estar sola con Jesús y hablar con Él, pero no me dejan»

Jacinta contemplaba a Dios en íntimos coloquios: «Amo tanto a Dios que en algunos momentos me parece que tengo un fuego en mi corazón, pero no me quema». Acudía cada día a misa en la parroquia de Aljustrel, pero como por su edad no podía comulgar, exclamaba: «¡Tengo tanta pena de no poder comulgar en reparación de los pecados que se cometen contra el Inmaculado Corazón de María!».
Después de las apariciones sus padres decidieron vender el rebaño de ovejas y enviar a los niños a la escuela. Jacinta durante el recreo, iba a la iglesia y se arrodillaba ante el Santísimo. Al verla los curiosos la seguían e importunaban a preguntas. Jacinta se quejaba: «Yo quiero estar sola con Jesús y hablar con Él, pero no me dejan.» Para evitarlo, corría y se escondía en el púlpito, donde nadie pudiera verla, y decía: «Cuánto amo el estar aquí, es tanto lo que le tengo que decir a Jesús».
Jacinta fue bendecida con apariciones de la Virgen de la que no fueron testigos ni Francisco ni Lucía. Nuestra Señora se convirtió en su directora espiritual, bajo cuya dirección maternal fue guiándola por la vía mística. De las jaculatorias la que más le gustaba era: «Dulce Corazón de María, sed la salvación mía».

«Veo al Santo Padre en una iglesia rezando al lado del Corazón de María»

Siguiendo las instrucciones del Ángel los niños buscaban nuevas maneras de ofrecer sacrificios por los pecadores, y un día, yendo de camino, Jacinta encontró una cuerda y acordaron partirla en tres y ceñírsela a la cintura sobre la carne como sacrificio. Lucía contará que les hacía sufrir tanto que Jacinta apenas podía contener las lágrimas, pero si le hablaban de quitársela, respondía que de ninguna manera, pues servía para la conversión de muchos pecadores. Al principio llevaban la cuerda día y noche, pero en una aparición la Virgen les dijo: «Nuestro Señor está muy contento de vuestros sacrificios pero no quiere que durmáis con la cuerda. Llevadla sólo durante el día.» Francisco y Jacinta la llevaron hasta en la enfermedad, en que se la dieron a Lucía para que la escondiera, pues aparecía manchada de sangre.
Los niños rezaban por al Santo Padre, y ofrecían por él tres avemarías después del rosario. A Jacinta se le concedió ver sus sufrimientos: «Yo lo he visto en una casa muy grande, arrodillado, con el rostro entre las manos, y lloraba. Afuera había mucha gente; algunos le tiraban piedras, otros decían imprecaciones y palabrotas.» En otra ocasión, rezando en el monte la oración del Ángel, Jacinta llamó a su prima: «¡Mira! ¿No ves muchos caminos, senderos y campos llenos de gente que llora de hambre y no tienen nada para comer… y al Santo Padre, en una iglesia al lado del Corazón de María rezando?»

«Sufro mucho, pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María»

La epidemia de gripe que asoló Europa en 1918 afectó gravemente a Francisco y a Jacinta. Cuando enfermó su hermano de bronco-neumonía Jacinta le cuidaba, pero poco después, el 23 de diciembre, a ella se le declaró una pleuresía purulenta, y en el verano tuvo que ser internada en el hospital de San Agustín de Vila Nova de Ourém. Lucía fue a verla y se lamenta: «A ti te falta poco para ir al Cielo, ¡pero yo…!». Jacinta le responde: «¡No llores! En el Cielo pediré mucho por ti. La Virgen ha dispuesto que seas tú la que te quedes.» A los dos meses volvió a casa tal como había partido, pero con una gran llaga en el pecho que necesitaba ser curada cada día. Por falta de higiene, la llaga se infectó causándole un continuo martirio que sufría sin quejarse.
Consolaba a su madre diciéndole que estaba bien, pero se confiaba con su prima: «Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María». Un día le contó a Lucía: «La Virgen ha venido a verme y me ha preguntado si quería seguir convirtiendo pecadores. Le he respondido que sí, y me ha dicho que iré pronto a un hospital y que sufriré mucho, pero que lo padezca todo por la conversión de los pecadores, en reparación de las ofensas cometidas contra su Corazón y por amor de Jesús. Le he preguntado si tú ibas a venir conmigo y me ha dicho que no, que me acompañará mamá, pero que luego me quedaré solita.»
Así sería. Los médicos convencieron a su madre que para atender adecuadamente a Jacinta había que llevarla al hospital «D. Estefanía», de Lisboa. El 21 de enero de 1920 su madre y su hermano la condujeron en una carreta de bueyes hasta Chao de Maças, donde tomaron el tren hasta Lisboa. A Lucía al despedirse le hace estas recomendaciones: «Ya falta poco para irme al Cielo. Tú quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando vayas a decirlo, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio de su Inmaculado Corazón. Que se las pidan a ella, pues el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de su Madre, al que hay que pedir la paz, pues Dios se la ha confiado a ella. ¡Si yo pudiese meter en el corazón de toda la gente la luz que tengo aquí dentro en el pecho, que me está abrasando y me hace gustar tanto del Corazón de Jesús y del de María!»
La familia que debía hospedarles, al ver el estado de la niña, se negó, y gracias a su madrina sor Purificación, pudieron guarecerse en un orfanato durante quince días hasta que el 2 de febrero lograban fuera ingresada en el hospital, a despecho de algunos médicos que se oponían porque su enfermedad infecciosa podía contagiar a otros pacientes. Una semana después la operaban sin cloroformo, aplicándole sólo anestesia local, quitándole dos costillas y quedándole una llaga abierta ancha como de una mano, quedando los médicos satisfechos de la operación. Los dolores eran agudos sobre todo en el momento de las curas, pero Jacinta invocaba a la Virgen y se los ofrecía por la conversión de los pecadores, por la paz del mundo y por el Papa. Pedía a las enfermeras que le acercaran la cama cerca del balcón para poder ver la capilla donde estaba su «Jesús escondido», y les pedía arrodillarse cuando pasasen ante él. Su madre pudo acompañarla unos días, pero tuvo que regresar a casa y Jacinta se quedó sola, como le había anunciado la Virgen. Tres días antes de morir le dice a sor Purificación: «La Santísima Virgen se me ha aparecido y me ha asegurado que pronto vendrá a buscarme, y desde aquel momento me ha quitado los dolores.» Por la tarde del 20 de febrero pidió que le trajeran el Viático porque sabía que pronto moriría. El sacerdote, tras confesarla, no vio la urgencia y prometió traérsela al día siguiente, pero poco después fallecía, y era enterrada en Ourém. En 1935 exhumaron sus restos, hallando su cuerpo incorrupto, pese a haber sido recubierto de cal viva.
El proceso de beatificación de Francisco y Jacinta fue incoado en 1950, trasladándose sus restos al crucero de la basílica de Cova de Iria, donde reposan junto a los de Francisco. Cuarenta años después, el 13 de mayo de 1989, el papa Juan Pablo II aprobó las virtudes heroicas de los niños reconociéndoles como venerables.

Beatificación por san Juan Pablo II el 13 de mayo de 2000

Contemplar como Francisco y amar como Jacinta, dos candiles que Dios encendió para iluminar a la humanidad en horas sombrías e inquietas»
El papa Juan Pablo II, en su última peregrinación a Fátima el 13 de mayo de 2000, procedió a la beatificación de los videntes Francisco y Jacinta Marto, los niños de menor edad beatificados no mártires, ceremonia convocada bajo el lema: «Contemplar como Francisco y amar como Jacinta», presentándolos como «dos candiles que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus horas sombrías e inquietas», y estableció que su fiesta se celebre el 20 de febrero.
Comenzó su homilía: «Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños», y dijo a los niños asistentes: «Pedid a vuestros padres y educadores que os inscriban en la “escuela” de Nuestra Señora», para que os enseñe a ser como los pastorcitos, que procuraban hacer todo lo que ella les pedía. Os digo que «se avanza más en poco tiempo de sumisión y dependencia de María, que en años enteros de iniciativas personales, apoyándose sólo en sí mismos.» (san Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen, n. 155).Fue así como los pastorcitos rápidamente alcanzaron la santidad. «Aquí, en Fátima, donde se anunciaron estos tiempos de tribulación y nuestra Señora pidió oración y penitencia para abreviarlos, quiero dar gracias al Cielo… y una vez más, celebrar la bondad que el Señor tuvo conmigo, cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui salvado de la muerte. Expreso mi gratitud también a la beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento».

«Jacinta es una carta de la Santísima Virgen para ser leída por las almas»

En 1942 el cardenal de Lisboa Manuel Gonçalves Cerejeira en el 25 aniversario de las apariciones había manifestado: «San Pablo dice que los cristianos somos carta de Cristo,… escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo (cf. 2 Cor 3:1-3), imitándole, podemos decir que Jacinta es una carta de la Virgen Santísima, para ser leída por las almas. Mucho mejor que las palabras, la vida de Jacinta nos enseña lo que la Virgen vino a pedir en Fátima y quiere de nosotros». Jacinta es, pues, como la llave que nos abre y permite comprender el mensaje que el Inmaculado Corazón de María vino a darnos a conocer en Fátima.