«En aquella larga cuaresma de pasión, en el calvario español, no había sólo tres cruces, sino miles y miles de crucificados»

Hermanos y hermanas, Álvarez-Benavides de la Torre era el decano de la catedral de Almería, martirizado con otros 114 compañeros durante el periodo trágico de los años 1936-1938, cuando en España se desató contra la Iglesia, sus ministros y sus fieles una gran persecución que costó la vida a miles de personas, hombres y mujeres, laicos y consagrados, marcados sólo porque eran católicos. En aquel periodo doloroso, España, tierra de santos, de teólogos, de misioneros, de fundadores de grandes órdenes religiosas, se convirtió repentinamente en terreno de conquista de los tres funestos caballos del Apocalipsis: el caballo rojo de fuego, que sembraba la guerra en la tierra; el caballo negro, que traía hambre y destrucción; el caballo verde, que llevaba la muerte y exterminaba a la humanidad con su guadaña fatal. En aquel periodo parecía que el reino del Anticristo se hubiera adueñado de vuestra tierra bendita. Todas las diócesis dieron su contribución martirial. También la diócesis de Almería fue madre de muchos mártires, algunos de los cuales han sido ya beatificados por la Iglesia.
Hoy, el papa Francisco eleva a los honores de los altares a 115 mártires de vuestra diócesis, y de otras, asesinados por odio a la fe. Les recordamos porque a nosotros nos incumbe el deber de la memoria para no descuidar este patrimonio incomparable de obediencia al Dios de la vida, a su Palabra de caridad. Les recordamos porque queremos repetir que el cristianismo es la religión de la caridad y de la vida y se opone a toda forma de prevaricación, de violencia. A la Iglesia de Almería bien se puede aplicar las palabras que en el Apocalipsis el Señor dirige a la Iglesia de Filadelfia: «Conozco tus obras; (…) has custodiado mi palabra, y no has negado mi nombre» (Ap 3, 8). Los mártires del Almería, fieles a las promesas bautismales, han perseverado firmes en la fe y han recibido la corona de la gloria. Son muchos y todos merecerían ser conocidos y admirados. Los historiadores los han subdividido en nueve grupos, teniendo en cuenta las fechas y los lugares de su muerte. Mencionamos algunas de estas localidades porque podemos considerarlas como estaciones de un via crucis de pasión, semejante al de Jesús.
En el Pozo de Cantavieja, el 13, 25 y 26 de septiembre de 1936 fueron asesinados un grupo de sacerdotes y de laicos. En el Barranco del Chismo murieron diez sacerdotes. También en el Pozo de la Lagarta fueron asesinados 24 sacerdotes, como también en el cementerio de Berja y en el cementerio de Almería. Un grupo de sacerdotes y laicos fueron asesinados, en fin, en fechas y lugares diversos: en la cárcel, en casa, en las calles, en las barcas de la muerte. En conjunto fueron martirizados unos veinte laicos, hombres y mujeres, junto a casi cien sacerdotes. Como encabezamiento de los mártires hoy beatificados tenemos a don José Álvarez Benavides y de la Torre, de 72 años, decano de la catedral de Almería. Los testigos afirman que era un pastor de gran personalidad, de prestigio excepcional y de gran virtud, era devotísimo de la Inmaculada e invitaba siempre a los jóvenes a rezar el santo rosario. Arrestado en los últimos días de julio de 1936, su prisión fue una barca para el transporte de hierro; sus ropas, y las de los demás prisioneros, se habían vuelto negras como el carbón y el clima, dada la estación de verano, era asfixiante. No obstante, don José logró crear entre los prisioneros un clima de recogimiento y oración. Se le pidió, bajo innumerables formas de tortura, renegar de la fe y blasfemar del nombre de Cristo, pero él se opuso hasta el final. Murió fusilado, confesando a Cristo Rey y perdonando a sus verdugos. Sufrió el martirio también Luis Belda y Soriano de Montoya, de 34 años, laico, perteneciente a la Acción Católica y abogado del Estado. Según los testimonios, el señor Belda era una persona religiosa, preocupada por ayudar a los necesitados que recurrían a él. Era de misa y comunión diarias. Tenía un gran espíritu apostólico, visitaba a los enfermos, impartía conferencias sobre la familia, sobre la educación de los hijos, sobre la defensa de los no nacidos. Educaba a todos en el respeto al prójimo; devoto de la Virgen María, rezaba diariamente el rosario. Amaba a la Iglesia, era fiel al Papa y obedecía al obispo. Se entregó voluntariamente a los milicianos para no comprometer a su familia. El único motivo de su prisión era el ser católico. Sus últimas palabras, gritando a su mujer desde la barca antes de ser fusilado, fueron: «Perdono de corazón a todos los que me han ofendido y a los que me puedan hacer daño». Sus restos mortales fueron encontrados flotando sobre las olas, cerca de la playa. En el grupo de estos mártires había también dos mujeres: Emilia Fernández Rodríguez, la «canastera» de Tíjola, gitana de raza y mártir del rosario, de 23 años, con su hijo. El relato de su martirio lo tenéis en la página 40 del librito. Otra mujer fue Carmen Godoy Calvache, de 49 años. La señora Carmen era una persona caritativa, que usaba el dinero en obras de caridad y lo hacía con generosidad. A quien tenía problemas de salud con los hijos enviaba al médico y pagaba los gastos. Al principio de la persecución le quitaron todos sus bienes. Los milicianos se apropiaron del dinero, de las cuentas bancarias y las propiedades. Ocuparon incluso su casa. Arrestada, fue sometida a todo tipo de maltratos, sobre todo por parte de las milicianas, que se divertían torturándola, haciéndola pasar hambre y sed. Fue herida con un puñal y medio ahogada en el mar. En fin, la última noche del año 1936, después de ser maltratada y mutilada en el pecho, fue enterrada aún viva. Esa misma noche, en la taberna del puerto, sus verdugos se emborracharon, ufanándose de sus bravuras, cometidas con la pobre víctima.
Queridos hermanos y hermanas, son sólo unos pocos ejemplos de personas buenas, desarmadas, completamente inocentes, que como corderos debieron someterse a los abusos perversos de hombres y mujeres que, en realidad, deshonraron a la naturaleza humana con sus acciones malvadas. Estamos frente, por una parte, a la dignidad del bien, y por otra, a la estupidez irracional del mal. Es el desencuentro desigual entre la sencillez y la bondad de los sacerdotes y los laicos comprometidos con el bien y la crueldad y la maldad de gente que poseída por el odio era sólo capaz de hacer el mal, incendiando, destruyendo, torturando, matando. En aquel tiempo en España prevaleció la ideología anticristiana que buscaba la anulación total de la Iglesia, los sacerdotes, los laicos comprometidos en el apostolado católico. Los procesos sumarios, cuando se hicieron, se concluían fatalmente con condenas a muerte. En aquella larga cuaresma de pasión, en el calvario español, no había sólo tres cruces, sino miles y miles de crucificados diseminados por todo el país. Hoy estamos agradecidos a nuestros beatos por su testimonio de fidelidad a Cristo y de coherencia a las promesas bautismales. Les admiramos y honramos como ejemplos de perdón e inspiradores de bien. La Reina de los Mártires, de la cual hoy celebramos su solemnidad, a la que ellos rezaron con amor de hijos, nos ayude a no olvidar el testimonio de estos hermanos y hermanas, verdaderos héroes de la fe cristiana y de la humanidad. Su  sacrificio  constituye para la Iglesia de Almería un tesoro espiritual al que acudir frecuentemente para fortalecer el testimonio cotidiano frente a una persecución, quizás no violenta, pero igual de homicida porque tiene la intención, también ella, de desacreditar la herencia cristiana. El Señor ha dicho: «Vendrá la hora en la que, quien quiera que os mate, creerá ofrecer culto a Dios» (Jn 16, 2). En verdad, son los mártires los que ofrecen el verdadero culto a Dios. Son los mártires los que nos dicen: «No tengáis miedo y perseverad con valentía en la fe porque el Señor Jesús ha resucitado y está siempre con nosotros hasta el fin del mundo».
Ahora, de nuestro corazón brota, espontánea, una oración: «Señor Jesús, sigue permaneciendo con nosotros, dándonos fuerza y valentía para ser nosotros también testigos de tu caridad en el mundo. Ungidos por el sello de tu Espíritu Santo, danos el gozo de perdonar siempre y a todos. Recordamos tus palabras: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Señor, quédate con nosotros, en la mañana y en la noche, en los días de paz y en los días de guerra, en la alegría y en la tribulación. Tú eres la vid y nosotros los sarmientos. Sólo unidos a ti podemos producir frutos de bien para nosotros y para nuestro prójimo. Sólo en comunión contigo podemos amar también a nuestros enemigos. Beatos mártires, rogad por nosotros. Amén».

Homilía del cardenal Angelo Amato en la beatificación de los mártires de Almería
(Almería, 26 de marzo de 2016)