Beatificación de los mártires de Nembra

Según informaba iglesiaenasturias.org, una catedral de Oviedo repleta de gente acogió el pasado 8 de octubre por la mañana la esperada beatificación de los llamados «Mártires de Nembra»: el que había sido párroco de esa pequeña población de Aller, el sacerdote Genaro Fueyo Castañón y tres miembros de aquella feligresía: Segundo Alonso González, Isidro Fernández Cordero y Antonio González Alonso.
El Cardenal prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, Mons. Angelo Amato presidió la celebración, acompañado por el arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz, los obispos de la provincia eclesiástica (León, Astorga y Santander), junto con los obispos asturianos monseñor Atilano Rodríguez y monseñor Juan Antonio Martínez Camino. El rito de la beatificación fue especialmente emotivo, sobre todo en el momento de la lectura de la carta Apostólica del papa Francisco por parte de Mons. Amato, por la que los siervos de Dios Isidro, Segundo, Antonio y Genaro pasaban a formar parte del nomenclátor de los beatos.
En ese momento, se destapó el cuadro de los Mártires de Nembra, obra del pintor asturiano Juan Luis Valera, y un diácono acercó hasta el presbiterio unas reliquias de los mártires en el interior de la Caja de las Ágatas, acompañado por ocho seminaristas, portando ramas de laurel y lámparas, símbolo de la luz y la victoria del martirio.
Los asistentes a la celebración prorrumpieron en aplausos, ante la mirada emocionada del único descendiente directo vivo de los mártires, Enrique Fernández, de 85 años, quinto hijo de Isidro Fernández. Junto a él, su esposa e hijos, y también en primera fila, los presidentes mundial y nacional de la Adoración Nocturna, asociación a la que pertenecían los cuatro mártires.
Don Genaro, nacido en 1864 en Linares del Puerto, era sacerdote diocesano y párroco de Santiago Apóstol de Nembra. Tomó posesión de la parroquia en el año 1899. Durante esos años, se formó una importante sección de la Adoración Nocturna Española, en la que él participaba activamente. Don Genaro fue encarcelado en Moreda a la edad de 72 años, en octubre de 1936, y posteriormente fue llevado a la iglesia de Nembra, donde ya estaban Segundo e Isidro encarcelados. Don Genaro, sabiendo el destino que les esperaba, pidió ser el último en morir para alentar a sus feligreses y amigos.
Segundo Alonso González, nacido en Cabo (parroquia de Santiago de Nembra) tenía dos hermanos dominicos misioneros y una hermana dominica de clausura. Tuvo doce hijos con su mujer, María, que falleció durante el último parto. Hizo labores de carpintero, arrendó tierras y trabajó en la mina. El 21 de octubre fue apresado y enviado a la cárcel, habilitada en la «Sala de Guardia» de la Adoración Nocturna de la iglesia. Allí les decía a sus compañeros: Muchas veces hemos pasado aquí la noche para acudir al turno de vela ante el Santísimo; como ahora no podemos hacerlo, recemos el Rosario y hagamos un sincero acto de contrición, poniéndonos en las manos de Dios, ya que es posible que alguno de nosotros tengamos los días contados”.
Isidro Fernández Cordero había nacido en 1893 en la parroquia de Santa María de Murias (concejo de Aller). Estaba casado con Celsa y tuvo siete hijos, de los cuales tres serían religiosos. Era minero en la Hullera Española, en la explotación del coto de Aller.
Fue encarcelado en dos ocasiones para ya no regresar a su casa nunca más. A un vecino que le animó a escapar le respondió: «Si no me presento, se vengarán con mi familia. Siempre nos han acusado de ser unos rezadores y unos carcas; por lo que se ve, el único delito de que nos acusan es ser católicos y esto es un honor para nosotros. Delitos no tenemos ninguno; por lo tanto, nada nos pueden hacer. Dios sabe por qué nos tiene aquí y en sus manos estamos; si Él lo permite, por algo será».
Estando presos los tres, a altas horas de la madrugada del 21 de octubre de 1936 los carceleros les dieron a elegir dónde querían morir y ellos escogieron el sitio donde juntos participaban a diario de la Eucaristía. Sufrieron un martirio cruel. Fueron apaleados y obligados a cavar sus propias tumbas, antes de ser degollados. Sus jóvenes verdugos les humillaron tratándolos como a cerdos de matanza.
Antonio González Alonso contaba tan solo con 24 años en octubre de 1936. Quería haber sido dominico como su hermano, pero una tuberculosis le obligó a regresar a la casa familiar. Era estudiante en la Escuela de Magisterio y adorador nocturno como sus convecinos. Fue detenido por su compromiso cristiano y encarcelado. Le ofrecieron salvarse si rompía un cuadro del Sagrado Corazón y el ara del altar de su parroquia pero se negó rotundamente por lo que se lo llevaron a «dar un paseo» a Sama de Langreo. Al pasar por delante de su casa gritó al ver a su madre: «¡Adiós madre, hasta el cielo!». Según contó el chófer, le cortaron la lengua por negarse a pronunciar palabras contrarias a la fe cristiana, le apalearon y le tiraron a un pozo por el Alto de San Emiliano. Nunca fue encontrado su cuerpo.
En su homilía, el cardenal Amato recordó que «han pasado ochenta años de esta masacre y las heridas se están cicatrizando poco a poco. Cada día que pasa la tragedia se aleja más y más, haciéndose cada vez menos visible. Nos preguntamos entonces: ¿por qué no cancelamos esta página negra de la historia española? ¿Por qué la Iglesia evoca aún aquél período de la matanza de seres inocentes?”. La respuesta –dijo– yace en el hecho de que, contra el riesgo real de la desaparición de aquel suceso sangriento, la Iglesia reclama, no por un sentimiento de venganza y de odio hacia los perseguidores de entonces, sino por un justo deseo de recuerdo. Si se olvida el pasado, estamos condenados a repetirlo». «El recuerdo es necesario en el caso de nuestros mártires, porque, matados por odio a la fe, respondieron a sus asesinos con el perdón, convirtiéndose así en héroes de auténtica humanidad y vencedores inermes de una diabólica y ciega violencia. A distancia del tiempo su recuerdo pone en evidencia la sublimidad de la mansedumbre cristiana y la fragilidad del mal. Sólo la piedad vuelve humana a la sociedad».
Al finalizar la celebración, el arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz, pronunció unas palabras en las que le rogó al señor cardenal que transmitiera nuestro más profundo agradecimiento al Santo Padre el papa Francisco «por haber señalado a estos hermanos de nuestra tierra, de nuestra Iglesia diocesana y casi de nuestro tiempo, como nuevos beatos honrados con la palma del martirio». Así mismo, deseó que« junto a la Santina de Covadonga, encomendemos nuestras vidas a los mártires Genaro, Isidro, Segundo y Antonio, y que podamos ser testigos en nuestra circunstancia cotidiana del amor y el perdón que ellos nos han enseñado».