San José Moscati, médico de los pobres

El 25 de julio de 1880 nacía en Benevento, Italia, Giuseppe, séptimo hijo de una familia cristiana de militares y juristas. Su padre, Francisco, fue nombrado director de la Corte de Apelación de Nápoles en 1884. A esta ciudad se traslada la familia Moscati, y será aquí donde nuestro santo crecerá, estudiará y ejercerá como médico de cuerpos y almas. Su fe profunda y su predisposición natural para el estudio y el trabajo, se fueron desarrollando en el seno familiar, en el que el sentido del deber estaba profundamente arraigado. A pesar de que en su familia no existía la tradición profesional a la Medicina, José Moscati tenía una evidente vocación: una inclinación a participar en los sufrimientos del prójimo y, para aliviarlos, buscar los medios más adecuados, tanto naturales como espirituales. Además, esta vocación le permitía desarrollar otra actividad para la cual también estaba profundamente llamado, la de acercar a los hombres a Dios, en este caso a través del sufrimiento y el dolor. Por todo ello decide estudiar Medicina. En 1897 se matricula en la Facultad de Medicina y se licencia en 1903. A partir de aquí empieza una incansable labor clínica, docente y apostólica, hasta su fallecimiento en 1927.

«Yo estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36)

San José Moscati entregó su vida a los enfermos, y especialmente a los más pobres y necesitados. Para él no son simplemente enfermedades que hay que curar o aliviar, sino, siguiendo sus propias palabras, «los enfermos son figura de Jesucristo», «los atribulados son los amados y los preferidos de Dios». Fruto del amor a Dios surge esta visión espiritual del dolor y de la enfermedad, que trató de aliviar y eliminar en lo posible, pero también de ofrecerla y de hacer entender a sus pacientes que aquélla puede ser un motivo de encuentro con Dios. «Recuerde –escribió a un joven médico, su alumno– que no sólo al cuerpo es a lo que tiene que hacer frente, sino también a las almas con el buen consejo.»
Desde el inicio de su carrera profesional, incluso ya antes, en la Universidad, fue un hombre de reconocido prestigio, fruto de sus excelentes calificaciones, estudio constante, trabajo infatigable y una habilidad clínica para el diagnóstico y tratamiento fuera de lo común. Se dedicó también a hacer de maestro de estudiantes de Medicina. Fue, al mismo tiempo, un hombre de ciencia, con numerosas publicaciones y observaciones clínicas en revistas médicas. Todas estas virtudes no las buscaba para su provecho propio ni económico, ni por vanidad profesional, sino para atender mejor a sus enfermos, para los cuales trabajaba sin descanso. Comentaba a un alumno: «Esta noche me he despertado y me he puesto a estudiar el caso clínico de este pobre hombre y pensé que el diagnóstico puede ser el de…». Y en otro momento escribió: «La ciencia nos promete el bienestar y como máximo el placer; la religión y la fe nos dan el bálsamo del consuelo y la felicidad verdadera, que es una con la moralidad y el sentido del deber».
Este elenco de virtudes provenía de una profunda vida de piedad. Antes de acudir a sus obligaciones profesionales acudía todas las mañanas a su cita con el Señor en la oración y la Eucaristía, auténtico centro de su vida.
Como decíamos, su predilección eran los pobres. A ellos visitaba en primer lugar, después a los demás. Y lo hacía de forma desinteresada, ya que no solía permitir que le pagasen por su labor. Es más, incluso solía pagar él mismo las medicinas y otras necesidades de los enfermos. Son innumerables las anécdotas en este sentido: un día unos ferroviarios le piden que fuera a visitar a un compañero enfermo de gravedad. Moscati le prescribe un tratamiento, así como les sugiere que avisen al párroco, ya que la enfermedad es severa. Al retirarse de la cabecera del paciente ve cómo los compañeros estaban haciendo una colecta para pagar la visita del doctor. En lugar de recoger los honorarios, añadió una cantidad a la colecta para poder proporcionar las medicinas al enfermo. En otra ocasión, acudió a ver una enferma. Tras el reconocimiento de la paciente, José entrega a la familia un sobre con el diagnóstico y el tratamiento. La familia quedó conmovida cuando vio que, junto a estos papeles, el doctor había dejado un sobre de cincuenta liras. Así era la caridad de Moscati: más allá del deber, sobrepasaba los límites humanos. Pero él era, en unión con la misericordia de Jesucristo, también médico de almas. Para él, «salvar un alma es la mejor paga que puedo obtener de mi modesto trabajo de médico». Otra vez fue a ver un paciente obrero al que habían dicho que sufría una tuberculosis. Moscati lo conforta diciéndole: «tranquilo, no es exacto lo que te han dicho, no tienes más que una afección pulmonar causada por una enfermedad pulmonar de la juventud, pero no estás tísico». Cuando el obrero le quiere pagar, el profesor, rechazando el dinero, le dice: «si quieres pagarme, confiésate, porque es Dios quien te ha salvado». Después de un tratamiento, el paciente quedó completamente curado.
El amor de José a los demás se manifestaba en todas las obras de misericordia. Por su profesión, ejercía muchas obras de misericordia materiales. Pero éstas no estaban por encima de las espirituales, y el consuelo era algo que solía llevar a las familias que pedían sus servicios, tanto cuando tenía éxito en la curación como cuando se producía la muerte del enfermo. En esos duros momentos no faltaban palabras y gestos de consuelo y de esperanza sobrenatural.
Fue también un santo con gran valor, fortaleza, no dudando en acudir con generosidad cuando se le necesitaba, tanto a enfermos particulares como en casos de salud pública. Cuando sucedió la erupción del Vesubio en 1906, fue de voluntario a Torre del Greco donde había un gran hospital, con la orden de desalojarlo. Durante más de veinte horas ayudó a trasladar enfermos a un lugar seguro. Cuando todos estaban a salvo, el techo del edificio se derrumbó por el peso de las cenizas. También durante una epidemia de cólera en Nápoles, en 1911 se mantuvo en su puesto, colaborando con abnegación heroica en las tareas más difíciles en las zonas más afectadas de la ciudad.

Su muerte

El 12 de abril de 1927, después de sus costumbres habituales, cuando se dirigía a la consulta se encuentra a una conocida y le dice: «Señorita, venga hoy a mi casa: tendrá que consolar a mi hermana porque yo voy a morir». Una vez en casa, empezó a atender a los enfermos; a las tres de la tarde se sintió indispuesto, se retiró de la consulta, se echó sobre una butaca y le dijo a la asistenta: «Me siento mal, despida a los enfermos. Déme una gota de láudano». Cuando vuelve a entrar José, con los brazos cruzados sobre el pecho, dio el último suspiro y pasó a la gloria de Dios.
La noticia de su muerte se propagó como la pólvora por toda la ciudad. Los pobres decían: «Dios mío, y ahora ¿qué vamos a hacer?», recordando las palabras de San Pedro: «Señor, a quien acudiremos, sólo tú tienes palabras de vida eterna». Es impresionante ver lo que dejaron escrito muchas personas en el libro de condolencias, que refleja lo que fue este santo, un médico dedicado en cuerpo y alma a los enfermos: «No ha querido flores ni lágrimas. Pero nosotros lo lloramos, porque el mundo ha perdido un santo; Nápoles, un ejemplo de todas las virtudes; los enfermos pobres, ¡lo han perdido todo!»
Decía de él un maestro que José «quiso ser, y lo fue, un gran clínico, pues para ello nada le faltaba. Antes bien, le sobraba todo: simpatía, empuje, intuición, habilidad y cultura. Sin embargo, sobre estas cualidades, prevalecía un flujo de continua inspiración que él extraía de las más íntimas necesidades de su alma, escogida para aliviar a los que sufren, a los miserables, a los desheredados de la fortuna».
«Ustedes han perdido un hermano –escribe un sacerdote a la familia–, nosotros, ¡un apóstol!»
Fue canonizado por san Juan Pablo II en 1987, cumpliendo la promesa del Señor: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me acogisteis; estuve desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y fuisteis a verme (…) ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Respondiendo el Rey, les dirá: “De cierto os digo que cuando lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”» (Mt 25, 34-40).