Celia Guérin y la Inmaculada

Cuando el 8 de diciembre de 1854, el papa Pío IX declaró el dogma de la Inmaculada Concepción hacía ya muchos siglos que la gran mayoría de católicos creía que la Virgen Santísima había sido concebida sin pecado original.
Entre las personas que estaban convencidas de este gran misterio queremos destacar a Celia Guérin, una joven de diez y nueve años que ha querido consagrarse a Dios en las Hijas de la Caridad, pero que no ha sido admitida por considerar la madre superiora del hospital Hôtel-Dieu de Alençon que la vocación que ella creía tener no era cosa de Dios. Esto sucedía en el año 1850. Celia, aceptada la negativa de su vocación, le dice al Señor: ¡Dios mío, ya que no soy digna de ser vuestra esposa como mi hermana, yo voy a casarme para cumplir vuestra santa voluntad. Te suplico que me des muchos hijos, y que todos se consagren a ti!
A la edad de veinte años ya sabe que no será religiosa, pero antes de conocer la alegría del matrimonio ella quiere aplicarse a buscar el oficio que convenga a sus aptitudes. Desde hace unos años ayuda en su casa a su madre como costurera para ayudar económicamente en las necesidades del hogar y como muchas jóvenes de la ciudad se inicia en los primeros cursos de la Escuela de Punto de Alençon para perfeccionarse en este delicada técnica. Celia, persona muy piadosa, quiere conocer su orientación definitiva e inicia una novena a la Inmaculada Concepción. Ella misma dice que el día 8 de diciembre de 1851, una clara intuición o una locución interior la subyuga diciéndole: Haz hacer el punto de Alençon. Notemos que no le dice haz, sino haz hacer el punto de Alençon. Debe indicarse que la fabricación del punto de Alençon requiere diversas fases de fabricación, los diversos operarios realizan partes diferentes y una persona debe ensamblarlos en una sola pieza. Este era el mandato que ella creía haber oído recibir y en 1852 se inicia en ello. En 1853, después de asistir a la Escuela de Punto, sus conocimientos le permitieron la creación de una pequeña empresa.
Estamos en el mes de abril de 1858, explica el padre Piat: Un día que Celia Guérin pasaba sobre el puente de San Leonardo, ella se cruzó con un joven, cuya fisonomía noble, porte reservado y continente lleno de dignidad le impresionaron. Entonces mismo, una voz interior le murmuró en secreto: «Este es el que yo he preparado para ti». La identidad del que pasaba le fue revelada muy pronto. Ella conoció a Luis Martin. Celia está muy segura de la intervención divina en este encuentro, «con la misma voz que en el caso anterior» dice su hija Celina. Por lo que no puede negarse que la Inmaculada Concepción interviniera también en este acontecimiento.
Su devoción a la Inmaculada Concepción va en aumento y tras el nacimiento de su primera hija, María, en febrero de 1860, el 8 de diciembre siguiente, Celia, recordando los favores recibidos de la Virgen Inmaculada años antes, se vuelve hacia ella para suplicarle la ventura de un segundo nacimiento. El 7 de setiembre de 1861, exactamente nueve meses después, nace Paulina, la segunda hija. Este hecho lo escribe años más tarde, en una carta a su hija Paulina, pocos días antes de la fiesta, el 5 de diciembre de 1875:
El miércoles será el día de la Inmaculada Concepción, ¡una gran fiesta para mí! En ese día me ha concedido muchas gracias señaladas. (…) No me olvido del 8 de diciembre de 1860, pues no puedo pensar en ese día sin sonreírme, porque era ni más ni menos lo mismo como una niña que pide una muñeca a su madre. Yo quería tener una Paulina como la que tengo y ponía los puntos sobre las ies, por temor a que la Virgen Santa no entendiese bien lo que quería. Es necesario sobre todo y ante todo que tuviera un alma infantil, capaz de llegar a ser una santa; pero quería, al mismo tiempo, que fuese muy guapa. En esto último, no es guapa que digamos, pero a mí me parece bonita y muy bonita, ¡pues así es como la quería yo! Este año iré a ver a la Virgen muy de mañana; quiero ser la primera en llegar; le ofreceré mi cirio, como de costumbre, pero no le pediré más niñas. Le suplicaré únicamente que las que me ha dado sean todas santas y que en eso yo las siga muy de cerca, pero todas han de ser mejores que yo. Todos los días 8 de diciembre eran para ella un día de fiesta muy atrayente, y siempre recuerda por carta a sus hijas, que están en el colegio de la Visitación de Mans, que este día deben ir a comulgar por ser una fiesta muy importante, pues entonces no era lo corriente comulgar diariamente.
Después de la muerte de la pequeña Elena, de cinco años de edad, mi madre acordándose de una pequeña mentira que había dicho la niña, se reprochaba amargamente de no haberla hecho confesar de esta falta y temía que tuviera que expiarla en el Purgatorio. Cuando, en plegaria delante de la Inmaculada ella le confiaba este secreto, una voz celeste le murmuró con una dulzura infinita: «Ella está cerca de mí». Después de esta respuesta de la divina Madre, una alegría indecible tomó el lugar de la ansiedad.
Después se repite el caso de Paulina con Leonia, Celia vuelve a la Virgen Inmaculada a pedirle su tercera hija. Con dicha hija, Celia tuvo grandes problemas tanto por la salud de Leonia, en los primeros años, como por su comportamiento, de tal forma que en el último año de su vida, cuando el cáncer la tenía muy consumida, su principal preocupación era el comportamiento de Leonia. Ante esta situación, Celia tiene una idea muy original de suplicarle a la Virgen Inmaculada su intercesión. La hermana de Celia, sor Mª Dositea, era monja en el monasterio de la Visitación de Le Mans y estaba muy enferma de tuberculosis y a punto de morir. Celia, que tenía ya fuertes dolores, se fue a ver a su hermana que estaba a punto de morir y en vez de considerar su situación de moribunda y lamentarse por ello, le hizo unos serios encargos para el Cielo, como relata en una carta a su cuñada el día 8 de enero de 1877: Yo le dije: Tan pronto como te encuentres en el Paraíso, vas a buscar a la Virgen y le has de decir: ¡Madre mía bondadosa! Habéis dado un chasco a mi hermana, al tener por hija a esa pobre Leonia: no es como la niña que os había pedido; es necesario que reparéis lo hecho. Sor Mª Dositea falleció el 24 de febrero de 1877, y como buena hermana debió cumplir perfectamente el encargo de Celia, pues no habían pasado veinte días de su muerte que se pudo descubrir el origen del mal comportamiento de Leonia. A partir de entonces Celia pudo volver a tener junto a sí a una hija que le rehuía por causa de una sirvienta que la tenía dominada.
Tras este milagro, que le había hecho la Inmaculada a través de su hermana sor Mª Dositea, Celia quería alargar los meses que le quedaban de vida para entregarse a su hija y no dudó un momento en ir, en junio de 1877, a una peregrinación a la Virgen Inmaculada de Lourdes para que la curase, aunque sólo fuese parcialmente, pero lo suficiente para conseguir de Leonia lo que siempre había deseado para sus hijas, que fueran santas. Por esto, al presente tengo ganas de vivir, como no las he tenido hasta este día. Soy muy necesaria a esta hija; ausente yo, será muy desgraciada y nadie podrá hacerla obedecer, a no ser la que la martirizó. Pero tengo confianza en Dios; ahora le pido la gracia de dejarme aún vivir. Deseo, ciertamente que no me cure el mal, ni me prive de morir, pero sí que me conceda el tiempo preciso para que Leonia no tenga necesidad de mí. La peregrinación fue para Celia un verdadero calvario, pues su salud estaba ya bastante deteriorada y a causa del cansancio del viaje, y por si fuera poco, las muchas peripecias que le ocurrieron en él, la mayor parte negativas, con pérdidas de cosas, caídas, etc. Se bañó dos veces quedándose dentro del agua incluso un cuarto de hora, entrando y saliendo cuatro veces; mientras estaba dentro de la piscina no sentía dolor, pero en cuanto salía le volvían los dolores. La conclusión que ella sacó de este viaje fue que la Virgen le dio a entender como a santa Bernardita: «Yo no te haré feliz en esta vida sino en la otra». Pero la Virgen le dio ánimos y a la vuelta de la peregrinación, ante el desánimo de todos por ver fallida la curación, era ella la que animaba a toda la familia.
La intención de Celia no era la curación para ella, sino únicamente, si ella era necesaria, alargar su vida lo suficiente para ver que sus hijas, especialmente Leonia, quedaban orientadas hacia la santidad. Lo que no pensó Celia era que desde el Cielo podría hacer tanto o más que desde la tierra por sus hijas y tan pronto subió junto a la Inmaculada empezó a fructificar aquel ramillete de hijas que con tanto empeño, junto con su marido Luis, se esforzaba por conducirlas por el «caminito» que su hija Teresa descubrió pocos años después.