Magisterio de la Iglesia sobre el matrimonio

La divina institución del matrimonio

«Quede asentado, en primer lugar, como fundamento firme e inviolable, que el matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino por obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de Cristo Señor, Redentor de la misma, y que, por lo tanto, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta la constante tradición de la Iglesia universal, ésta la definición solemne del santo Concilio de Trento, el cual, con las mismas palabras del texto sagrado, expone y confirma que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y su estabilidad tienen por autor a Dios». (Pío XII: Casti connubii)

Unidad e indisolubiliad del matrimonio

«En la unidad del vínculo conyugal ved impreso el sello de la indisolubilidad. Es ciertamente un vínculo al cual inclina la naturaleza, pero que no está causado necesariamente por los principios de la naturaleza, sino que se realiza mediante el libre albedrío; pero si la simple voluntad de los contrayentes la puede estrechar, no la puede desatar. Esto se dice no solamente de las nupcias cristianas, sino en general de todo matrimonio válido que se haya contraído sobre la tierra con el mutuo consentimiento de los cónyuges. (…) La unión de vuestros «sí» es indivisible; de donde se infiere que no hay verdader». (Pío XII: A los esposos)

Imagen del misterio de Cristo

«Esta visión cristológica del matrimonio cristiano permite, además, comprender por qué la Iglesia no reconoce ningún derecho para disolver un matrimonio ratum et consummatum, es decir, un matrimonio sacramentalmente contraído en la Iglesia y ratificado por los esposos mismos en su carne. En efecto, la total comunión de vida que, humanamente hablando, define la conyugalidad, evoca a su manera, el realismo de la Encarnación en la que el Hijo de Dios se hizo uno con la humanidad en la carne. Comprometiéndose el uno con el otro en la entrega sin reserva de ellos mismos, los esposos expresan su paso efectivo a la vida conyugal en la que el amor llega a ser una coparticipación de sí mismo con el otro, lo más absoluta posible. Entran así en la conducta humana de la que Cristo ha recordado el carácter irrevocable y de la que ha hecho una imagen reveladora de su propio misterio. La Iglesia, pues, nada puede sobre la realidad de una unión conyugal que ha pasado al poder de aquel de quien ella debe anunciar y no disolver el misterio». (Pablo VI: Concilio Vaticano II)

Redescubrir el bien y la belleza del matrimonio

«La indisolubilidad del matrimonio no deriva del compromiso definitivo de los contrayentes, sino que es intrínseca a la naturaleza de la potente unión establecida por el Creador». (Juan Pablo II, Catequesis del 21 de noviembre de 1979, n. 2).
«Es importante la presentación positiva de la unión indisoluble, para redescubrir su bien y su belleza. Ante todo, es preciso superar la visión de la indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y por tanto como un peso, que a veces puede resultar insoportable. En esta concepción, la indisolubilidad se ve como ley extrínseca al matrimonio, como “imposición” de una norma contra las “legítimas” expectativas de una ulterior realización de la persona. A esto se añade la idea, bastante difundida, según la cual el matrimonio indisoluble sería propio de los creyentes, por lo cual ellos no pueden pretender “imponerlo” a la sociedad civil en su conjunto». (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 28 de enero de 2002, n. 2)
La indisolubilidad del matrimonio es intrínseca a su propia naturaleza

«Si la Iglesia aceptase la teoría de que un matrimonio ha muerto cuando los cónyuges dejan de amarse, entonces con ello aprobaría el divorcio y mantendría la indisolubilidad del matrimonio sólo verbalmente y no de hecho. La opinión de que el Papa podría disolver un matrimonio sacramental consumado, irremediablemente fracasado, debe calificarse como errónea. Un tal matrimonio no puede ser disuelto por nadie. En la celebración nupcial, los esposos se prometen fidelidad hasta la muerte». (Benedicto XVI: «Sobre la pastoral de los divorciados y vueltos a casar», 1998)

Grandeza de la vocación al matrimonio

«El sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor: testimonia el coraje de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir aquel amor que empuja a seguir adelante siempre más allá, más allá de sí mismos y también más allá de la misma familia. La misma Iglesia está plenamente involucrada en la historia de todo matrimonio cristiano: se edifica en sus logros y padece en sus fracasos. Pero debemos interrogarnos con seriedad: ¿aceptamos completamente, nosotros mismos, como creyentes y como pastores también, este vínculo indisoluble de la historia de Cristo y de la Iglesia con la historia del matrimonio y de la familia humana? ¿Estamos dispuestos a asumir seriamente esta responsabilidad, es decir, que todo matrimonio va en el camino del amor que Cristo tiene a la Iglesia? ¡Esto es grande!
»(…) La decisión de “casarse en el Señor” contiene también una dimensión misionera, que significa tener en el corazón la disponibilidad a hacerse intermediario de la bendición de Dios y de la gracia del Señor para todos. En efecto, los esposos cristianos participan, como esposos, en la misión de la Iglesia. ¡Y se necesita coraje para eso, eh! Por esto cuando yo saludo a los flamantes esposos, digo: “¡He aquí los valerosos!” Porque se necesita coraje para amarse así como Cristo ama a la Iglesia». (Francisco: Audiencia general 6/5/2015)