Dios busca a Teresa (IV): el mundo sigue atrayéndola

Tras tres años de enfermedad, entre ellos cuatro días de cuerpo presente, en los que estuvo a punto de ser enterrada, Teresa se transformó en la gran noticia del monasterio de la Encarnación y todo Ávila quería pasar a verla a través del locutorio.
Al principio ella se conformaba en bajar respondiendo a las preguntas que le hacían con los ojos bajos, confundida por llamar la atención y deseosa de recobrar la soledad para continuar con sus rezos. Pero poco a poco pasó a querer menos la celda y confundió la caridad cristiana con las ganas de agradar. Tenía un corazón agradecido y ¿cómo iba ella a defraudar a los amables visitantes que venían a visitarle y que al mismo tiempo le traían noticias interesantes? Su simpatía y su conversación y, también sus encantos, hacían que los visitantes quedaran encantados, pero con un añadido fundamental, que en sus años de enfermedad, gracias a sus muchas lecturas, a sus meditaciones y a sus padecimientos había adquirido un juicio sólido, que también encandilaba a sus admiradores.
Era de buen tono tratar temas de alta devoción en el locutorio de la Encarnación, comparando métodos de hacer oración con Osuna, Laredo y los de la nueva Compañía fundada por san Ignacio. Todo ello le interesaba a Teresa y cada vez se encontraba mejor entre aquel coro de admiradores. Una de las personas que obtuvo gran provecho de estas conversaciones fue su padre D. Alonso que se transformó en un hombre de profunda oración, primero lo visitaba solo y después de algún tiempo la visitaba también con el coro de admiradores. D. Alonso observó que Teresa se entretenía mucho con ellos y una vez finalizada la conversación piadosa continuaba conversando de temas profanos. Un día la encontró sola y se lo reprochó. Ella no le negó que espiritualmente estaba muy fría reconociéndole que no hacía oración, poniendo como excusa su poca salud: «Harto hago en poder servir en el coro», le dijo. D. Alonso se entristeció y acabó por reducir drásticamente sus visitas al monasterio. Cuenta Teresa: «Como yo le gastaba (el tiempo) en otras vanidades, dábaseme poco (mi padre)».
El gusto de encontrar a los amigos para charlar en el locutorio, las distracciones que le asaltaban en los momentos de piedad, los largos períodos de sequedad espiritual, la impaciencia con la que esperaba el final de los oficios contrastaba con su ideal de fervor, de modo que creyó que todo estaba perdido hasta el punto que no se atrevía a enfrentarse con Dios. Así renunció a todo lo que había aprendido en el Tercer Abecedario. Exteriormente parecía una monja modélica, pero interiormente no tenía relación con Dios: «Parecíame era mejor andar con los muchos, pues en ser ruin era de las peores, y rezar lo que estaba obligada y vocalmente, que no tener oración mental y tanto trato con Dios la que merecía estar con los demonios, y que engañaba a la gente, porque en lo exterior tenía buenas apariencias».
Teresa iba a encontrar ayuda en el lecho de su padre moribundo. Finalizando 1543, Teresa volvió a su casa para cuidar a su padre muy enfermo. «Fuíle yo a curar, estando más enferma en el alma que él en el cuerpo, en muchas vanidades, aunque no de manera que estuviese en pecado mortal en este período más perdido que indigno».
En la casa paterna pudo meditar lo ocurrido en el tiempo transcurrido desde su salida de aquella y, sobre todo, le ayudó la mirada del anciano padre que volvía hacia ella sus ojos intentando que le comprendiera y reformara su vida. Teresa, que se creía tan alejada de Dios no dejó de traer a su padre consuelo y paz: «Padre, tú tienes devoción a Jesús con la cruz a cuestas. ¿No crees que su Majestad quiere darte parte en sus dolores cuando llevaba su cruz?». Murió muy cristianamente.
El padre Vicente Barrón, que asistió al moribundo, confesó a Teresa. Era un espíritu sereno, exigente y preciso. Ella le contó su estado de abandono espiritual en que se encontraba y le dijo que desde hacía tiempo no hacía oración. Las directrices que este dominico le dio eran muy claras y no dejaban lugar a las dudas y a los escrúpulos:
1.- Comulgar cada quince días.
2.- Reanudar la oración en cualquier circunstancia, pues siempre causa bien.
De esta forma la Teresa de Ahumada volvió a dejar paso a Teresa de Jesús. Nunca debía dejar la oración, la enferma no puede estar sin su remedio.
«Comencé a tornar a ella aunque no a quitarme de las ocasiones, y nunca más la dejé. Pasé una vida trabajosísima, porque en la oración entendía más mis faltas». Esto es lo que aquel maestro del espíritu había visto en Teresa. «Por una parte me llamaba Dios; por otra yo seguía al mundo. Parecía que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigo uno del otro, como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales». Esta fue la gran lucha de Teresa durante muchos años, el mundo le atraía con una atracción que ella no era capaz de resistir y ella, débil, se dejaba arrastrar, aunque era consciente que detrás le estaba esperando aquel que nunca se cansa de esperarnos. Pero una cosa le mantenía la esperanza: siempre «ya estuvo arrimada a esta fuerte columna de la oración».