«Adelante, siempre adelante, Dios proveerá»

La fundadora de la Congregación de las Religiosas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, Carmen Sallés, nació el 9 de abril de 1848 en Vic, provincia de Barcelona, en el seno de una sólida familia cristiana que le consolidó en la fe, adquiriendo así un estilo de vida que su hermano lo definiría como «aquel aire suyo de andarse en la presencia de Dios».

La clarividencia que le otorgaron unos ejercicios ignacianos, le impulsaron a entrar con 21 años en el noviciado de las Adoratrices, que se dedicaban a la recuperación de mujeres de ambientes marginales, atrapadas en la delincuencia y la prostitución. Esta experiencia al lado de aquellas mujeres con tantas carencias, le hizo reflexionar sobre la necesidad de fundamentar la vida de la mujer en una buena educación cristiana que englobara la integridad de su persona.

Más tarde pasó a formar parte de la Congregación de Religiosas Dominicas de la Anunciata, fundadas por el padre Coll, dedicadas a la enseñanza y educación femeninas. Así, durante 22 años se dedicó a la docencia en diferentes lugares, siempre con la mirada puesta en las mujeres más necesitadas, para el fomento de una firme educación cristiana que les permitiera llevar una vida digna a ellas y a sus hijos y una riqueza espiritual útil para su salvación. Así, dirigió una escuela de niños de madres trabajadoras y otra de educación nocturna para trescientas madres obreras, con la ayuda de las chicas del colegio diurno.

Hay que decir que las órdenes religiosas reflejan de diversas maneras la situación de la Iglesia en cada época, así como el sentir de la sociedad. Durante el siglo xix en España, la etapa que abarca desde el liberalismo de las Cortes de Cádiz (1812) hasta el inicio de la revolución septembrina (1868), en la que Carmen Sallés inicia su labor, se encuentra con las dificultades que aquí se mencionan: Se pretende una imposición ideológica liberal y se seculariza paulatinamente la enseñanza, intentándose crear un sistema educativo público en el que el Estado procure una educación, cuyo derecho nunca ejerció porque no le pertenece. El recelo contra la Iglesia es creciente y la beligerancia contra las órdenes religiosas, ya iniciadas en el siglo anterior crece y el pensamiento ilustrado pretende acaparar para el estado el monopolio de la educación bajo la bandera revolucionaria de la igualdad que endiosa al Estado y lo hace garante y medida de todo derecho.

La Iglesia, sin embargo, en su misión evangelizadora y su función de educar, a diferencia de la idea de una educación secularizante, recuerda a los padres la grave obligación de educar a sus hijos y al estado la obligación de procurar que eso sea posible, al tiempo que «debiendo la Santa Madre Iglesia atender toda la vida del hombre, incluso la material en cuanto está unida con la vocación celeste para cumplir el mandamiento recibido de su divino Fundador, a saber, el anunciar a todos los hombres el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, le toca también una parte en el progreso y en la extensión de la educación». De entre todos los medios para ello, el de mayor importancia es la escuela, que en virtud de su misión, a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto juicio e introduce en el patrimonio de la cultura adquirido por las generaciones pasadas; cosa que la beata sabía muy bien, además de que la falta de medios para la educación, no sólo intelectual sino moral y religiosa, llevaba a la miseria a muchas mujeres de la sociedad en la que vivía, con graves consecuencias además, para los hijos de éstas.

A pesar de todas las dificultades con que la beata Carmen fue topando, su objetivo fue siempre el fomento de la piedad en las mujeres a las que atendía, para que pudieran desarrollar su labor femenina en todos los ámbitos de la sociedad y de la vida familiar: así llegarían a ser buenas mujeres, buenas madres, buenas trabajadoras y buenas cristianas. Les enseñaba lengua y matemáticas, labores domésticas y cuidados de puericultura; pero sobre todo, les enseñaba el amor consolador de Cristo.

Su intención de formar una sección nueva dentro de su congregación para desarrollar con mayor amplitud su vocación, no llegó a buen término, por lo que se vio conducida a iniciar un camino nuevo, encomendándose al Espíritu Santo providente. Acompañada de tres compañeras Candelaria Boleda, Remedios Pujol y Emilia Horta inició una congregación nueva en la Iglesia, llamada en un primer momento Concepcionistas de Santo Domingo, hoy bajo el nombre de Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza.

La palabra firme y serena de don Celestino Pazos, perteneciente al cabildo de Zamora, le ayudó a buscar la voluntad de Dios y el 15 de octubre de 1892, festividad de santa Teresa de Jesús, Carmen llegó a Burgos, con las tres compañeras. Allí encontraron un gran protector en la persona del señor arzobispo, D. Manuel Gómez–Salazar y Lucio Villegas, quien, el 7 de diciembre del mismo año, otorgó la aprobación diocesana a la naciente congregación y autorizó la apertura del primer colegio concepcionista, tras lo cual vendría la aprobación diocesana de las Constituciones, con su nombramiento como superiora general.
Su preocupación por procurar una educación cristiana completa, le llevó a preparar adecuadamente a las religiosas que serían maestras, que estudiaron, para sorpresa y admiración de muchos de la época, magisterio, lengua francesa y música; pues la joven educada, debía desarrollar su inteligencia y su amor a Dios de manera armónica.
Su incansable labor le llevó a fundar hasta trece «Casas de María Inmaculada», como le gustaba llamar a sus comunidades y colegios, en Burgos, Segovia, El Escorial, Madrid, Pozoblanco, Almadén, Valdepeñas, Manzanares, Santa Cruz de Mudela, Murchante, Barajas de Melo, Arroyo del Puerco (hoy de la Luz) y Santa Cruz de la Zarza.
En un entorno en el que las hostilidades laicistas y anticlericales se mostraban con agresividad, la figura de M. Carmen resplandece por su profunda fe y ardiente caridad, manifestada de modo especial en las niñas con menos recursos. Abundan los testimonios que ofrecen pruebas sobre la profundidad de su vida interior y la delicadeza de conciencia con respecto a las experiencias dolorosas pasadas, que ofrecía como oración. Murió en Madrid, a los 63 años, el día 25 de julio de 1911 habiendo ofrecido su vida por Dios y los hermanos, dedicada a la labor de enseñar en el seno de la Iglesia.

El 15 de marzo de 1998, S. S. Juan Pablo II la beatificó, dedicándole estas palabras, que la misma madre Carmen Sallés decía: «Mientras haya jóvenes que educar y valores que transmitir, las dificultades no cuentan». Benedicto xvi la canonizará el 21 de octubre de 2007.

Madre Carmen continúa su trabajo en la Iglesia por medio de las Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza.