La monja que no quería serlo

Como quien no dice nada. Quinientos años desde que aquella niñita encantadora vino a la casa señorial de don Alonso Sánchez de Cepeda –su padre– y de doña Beatriz Dávila de Ahumada, su madre, en la amurallada ciudad de Ávila de los Caballeros. Nació el 28 de marzo de 1515 y fue bautizada el 4 de abril, una semana después. Eran diez los hermanos de Teresa; además, dos hermanastros, habidos en un matrimonio anterior de su padre.
Aparece en medio de la plenitud del Renacimiento español. En medio de aquel prodigioso momento para la historia de España, en que el arte, la cultura y la misma sociedad alcanzan cotas inimaginables un siglo antes. Por obediencia va a ser escritora y su prosa la más representativa del ideal renacentista de lengua: escribir llanamente y sin afectación, más semejante a hablar que propiamente a escribir.
La conocemos como la «Reformadora del Carmelo». Y como «Fundadora» (en aquellos años de movilidad tan arriesgada y comunicaciones tan penosas fundó diecisiete monasterios de monjas descalzas en veinte años. Admirable). El papa Pablo VI en 1970 la declaró doctora de la Iglesia no por su fidelidad en todo a la voluntad de Dios, que eso la llevó a los altares, ni por su proeza de poner en marcha aquellos «palomarcitos» que sin cesar impetrarían las misericordias de Dios para todos los hombres. Es doctora porque enseñó a sus hijas y a la vez a toda la humanidad el camino que permite encontrar a Dios en el interior del hombre. Es la exploradora del alma. Hacia adentro, enseñaba. Frente a la exaltación del «Yo» renacentista, el aniquilamiento de ese «yo» para encontrarlo en plenitud en el Corazón amoroso del mismo Dios.
Fiel a la Iglesia, siempre quiso vivir y morir como hija de la Iglesia: comprendió que el medio era el amor y que la senda era la oración. Teresa de Jesús es doctora por ser una maestra eximia de la oración interior, por su don de discernimiento de espíritus y por haber sabido expresar prodigiosamente el camino que permite vivir en intimidad con el Señor por medio de la oración «que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama.» (Vida 8,5).
Me conmueve cuando nos cuenta en los primeros capítulos de La Vida, su natural resistencia a la vida consagrada. En principio, ella no se veía como monja. Pero Dios lo tenía claro.
Su autobiografía tiene escaso parecido con las biografías conocidas. Ella tituló inicialmente su obra El libro de las misericordias de Dios. Y realmente el protagonista en su vida es Dios. Él reordena y corrige sus diecinueve primeros años de religiosa; y la sigue de cerca hasta su muerte. Leed el Libro de la Vida.
Selecciono un fragmento del capítulo 3º. Perfectamente nos lo resume el subtítulo: «En que trata cómo fue parte la buena compañía para tornar a despertar sus deseos, y por qué manera comenzó el Señor a darla alguna luz del engaño que había traído.»
Recuerda primero el bien que le hizo su amistad con una monja piadosa: «Comenzó esta buena compañía a desterrar las costumbres que había hecho la mala y a tornar a poner en mi pensamiento deseos de las cosas eternas y a quitar algo la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me había puesto grandísima».
Pero a pesar de haber permanecido año y medio en tal compañía y monasterio «todavía deseaba no fuese monja, que éste no fuese Dios servido de dármele, aunque también temía el casarme».
Con todo, si fuese monja, sería en otro convento porque, según nos cuenta: «tenía yo una grande amiga en otro monasterio, y esto me era parte para no ser monja, si lo hubiese de ser, sino adonde ella estaba. Miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo bien que me estaba a mi alma».
Pero el Señor seguía pacientemente en su empeño: «andaba más ganoso el Señor de disponerme para el estado que me estaba mejor. Dióme una gran enfermedad, que hube de tornar en casa de mi padre».
Para reponerse le envían a casa de su hermana mayor María de Cepeda que vivía en Castellanos de la Cañada, aldea abulense. En el camino visitan a un hermano de su padre, Pedro Sánchez de Cepeda, viudo, penitente y muy «espiritual», dado a las lecturas piadosas. «Quiso Dios que me estuviese con él unos días. Su ejercicio eran buenos libros de romance, y su hablar era lo más ordinario de Dios y de la vanidad del mundo».
El meollo del capítulo, espiritual y literariamente, lo encuentro en el fragmento que os ofrezco. Está hablando de Dios y con qué sencillez y naturalidad nos cuenta su presencia y sus acciones. Sus palabras son exclamaciones de amor, oraciones en medio del trabajo. Pero al mismo tiempo finos análisis del acontecimiento interior. Pros en apoyo de su resistencia a aceptar su vocación. Dos aspectos me llaman la atención: primero el juicio que le merecen sus motivaciones iniciales «temor servil, no amor», clave en el mensaje doctoral de Teresa. Segundo, el gracioso juego verbal que organiza en torno a la palabra forzar y sus variaciones, como en las poesías de los cancioneros que ella tan bien conocía.

«¡Oh, válgame Dios, por qué términos me andaba Su Majestad disponiendo para el estado en que se quiso servir de mí, que, sin quererlo yo, me forzó a que me hiciese fuerza! Sea bendito por siempre, amén.
»Aunque fueron los días que estuve pocos, con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios, así leídas como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada, y la vanidad del mundo, y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno. Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado. Y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle.
»En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno; que no era mucho estar lo que viviese como en purgatorio, y que después me iría derecha al cielo, que éste era mi deseo.
»Y en este movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil que amor».