La devoción a la Inmaculada Concepción en la historia de España

Desde muy antiguo existe en la Iglesia la creencia de que la Virgen María fue preservada del pecado por la aplicación anticipada de la gracia redentora de su Hijo Jesucristo. Este privilegio, concedido a la Madre, encerraba para la humanidad un bien sin parangón: el mostrar ante los ojos de todos lo que es capaz de obrar el poder asombroso de la muerte de Jesucristo. La maravilla de María «plena de gratia et tota pulchra» desde el primer instante de su concepción nos muestra desde el principio lo que el resto de la humanidad debe alcanzar al final de sus vidas.
Aunque ni los Santos Padres griegos o latinos hablan explícitamente de la concepción inmaculada de María, este dogma se contiene implícitamente en sus enseñanzas.
San Efrén (306-373) en su obra Carmina Nisib dice:«Tú y tu madre sois los únicos que en todo aspecto sois perfectamente hermosos; pues en tí, Señor, no hay mancilla ni mácula en tu Madre».
San Agustín, por otra parte también dejó escrito que «todos los hombres debieran sentirse pecadores, a excepción de la santa Virgen María, a la cual por el honor del Señor pongo en lugar aparte».
Desde el s. vii existió una festividad en Oriente dedicada a la concepción de santa Ana, es decir, a la concepción pasiva de María. Dicha festividad se difundió también por Occidente, a través de Italia.
A pesar de que era una creencia con arraigo en el fervor popular, en el s.xii san Bernardo de Claraval desaconseja la devoción a la Inmaculada como novedad infundada. En su argumentación decía que María había sido santificada después de su concepción, pero estando todavía en el seno materno. Por influjo de san Bernardo, los principales teólogos de los siglos xii y xiii (san Buenaventura, santo Tomás de Aquino, san Alberto Magno…) se declararán en contra de la doctrina de la Inmaculada al no hallar la forma de armonizar la inmunidad mariana del pecado original con la universalidad de dicho pecado.
El camino acertado para hallar la solución definitiva lo encontró Juan Duns Scoto (fallecido en 1308) al argumentar que la preservación del pecado original es la manera más perfecta de redención. Por lo tanto, fue conveniente que Cristo redimiese a su Madre de esta manera.
El Concilio de Basilea (1439) en una de sus sesiones, sin validez dogmática, se declaró  en favor de la Inmaculada Concepción. Varios fueron los papas en los siglos sucesivos que salieron en favor de la doctrina de la Inmaculada hasta que finalmente, Pío IX la elevó a la categoría de dogma el 8 de diciembre de 1854.
Mucho antes de la proclamación del dogma, en España ya se tenía por segura la concepción inmaculada de María. España, tierra con una gran devoción a la Madre de Dios, se distinguió desde muy pronto por las numerosas muestras de fervor mariano.
Ya en el siglo iv d.C el poeta latino Aurelio Prudencio compuso obras a María exenta de culpa y destinada a aplastar la cabeza de la serpiente. San Fulgencio (s. vi) proclama abiertamente que «la santa Virgen fue librada enteramente de la primera sentencia». San Ildefonso de Toledo (s.vii) dice: «Erradamente se quiere sujetar a la Madre de Dios a las leyes de la naturaleza, pues consta que ha sido libre y exenta de todo pecado original y ha levantado la maldición de Eva».
En 1218 san Pedro Nolasco, tutor de Jaime I de Aragón, funda la orden de Nuestra Señora de la Merced. La Virgen se le había aparecido rogándole que fundase una orden dedicada a la redención de los cautivos. Dicha orden debería vestir de blanco, en honor y recuerdo de su Inmaculada Concepción. A Ramón Llull (1235/1315) se le atribuyen varios escritos florales en los cuales se encuentran referencias a la Santísima Virgen. Así por ejemplo, en Liber Principorum Theologiae se refiere inequívocamente a la beatae Virginis Mariae sine labe conceptae. Gracias al influjo de estos dos grandes personajes, en la Corona de Aragón desde muy pronto se encuentran ejemplos de devoción popular. Hay registros que indican, por ejemplo, que en la ciudad de Barcelona se celebraba la fiesta de la Concepción ya en 1281. En Zaragoza en 1333 se estableció una Cofradía Real en Honor a la Inmaculada Concepción.
Pero el gran impulsor de la devoción en la Corona de Aragón fue el rey Juan I. Dicho rey, muy devoto de la Virgen santísima, promovió diversos actos de piedad en su honor. En 1391, Juan ordenó a los miembros de la Cofradía Real celebrar la fiesta anualmente en la capilla real. Su mujer, la reina Violante, continuó con la promoción de la devoción apoyando generosamente la Cofradía. Pero el hecho más significativo del reinado de Juan fue la prohibición de cualquier predicación que fuera en contra de la Inmaculada Concepción so pena de destierro o muerte. Ya en el año 1414 la Cofradía Real de la Inmaculada Concepción de Barcelona escribió al emperador Segismundo (1368-1437) pidiéndole que defendiese la doctrina. Este requerimiento se repitió en los años 1415, 1425 y 1431.
En la ciudad de Huesca en el año 1450 y ante una fuerte epidemia de peste, el Ayuntamiento y el Cabildo de la Catedral acordaron prepararse a la fiesta de la Inmaculada con abstinencia de carne en la vigilia del día 7 de diciembre. En el Misal y en el Breviario del obispo de Huesca D. Juan de Aragón y Navarra, años 1488 y 1505, respectivamente, se encuentra el rezo de la Inmaculada Concepción, que más tarde pasó a todas las iglesias de España por el papa Clemente XIV.
No sólo en la Corona de Aragón hay registro de la devoción que la Inmaculada Concepción despertaba en los españoles de aquella época. Es muy conocido el hecho de la villa de Villalpando. Esta villa, perteneciente a la diócesis de Zamora tiene el honor de haber pronunciado el primer voto formulado en su honor, datado en el año 1466.
En dicho voto, que se conserva en cuatro pergaminos, reza la siguiente frase: «los cristianos non tenemos otra medicina, ni otro bien ni socorro, ni de quien podamos ser socorridos en nuestras cuitas e miserias e tribulaciones, salvo tan solamente a la gloriosa Virgen María, aquella que sin pecado fue concebida».
Ya entrado el siglo xvi y xvii los actos de amor en defensa del dogma por parte del pueblo español son numerosísimos. El más llamativo es el que se dio en 1613 en la ciudad de Sevilla. Un predicador cometió la imprudencia de negar que María fuese inmaculada en el mismo instante de su concepción. El escándalo que se vivió en la ciudad fue tan grande que durante dos años se organizaron, para reparar semejante ofensa, numerosos actos expiatorios.
Otra curiosa anécdota que refleja el sentir del pueblo español, su amor a la Santísima Virgen y su convencimiento de que la Madre Celestial había sido librada del pecado desde el mismo instante de su Concepción es el llamado milagro de Empel.
Durante la Guerra de Independencia Holandesa o Guerra de los 80 años (1568-1648) un tercio español al mando de Don Francisco de Bobadilla quedó sitiado en una isla por la flota holandesa, mucho más numerosa y mejor equipada. Era el día 7 de diciembre de 1580. La situación, ya de por sí muy complicada, empeoró cuando el ejército holandés abrió varios diques de contención con la intención de anegar el campamento español y así poder acercar sus barcos y bombardearlos desde cerca. La crónica nos narra lo siguiente: «Estando un devoto soldado español haciendo un hoyo en el dique para resguardarse debajo de la tierra del mucho aire que hacía y de la artillería que los navíos enemigos disparaban, a las primeras azadonadas que comenzó a dar para cavar la tierra saltó una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora, pintada en una tabla, tan vivos y limpios los colores y matices como si se hubiera acabado de hacer. Acudieron otros soldados con grandísima alegría y la llevaron y pusieron en un altar».
Este hecho animó mucho a los soldados españoles, sitiados, mojados y helados. Pero, al amanecer del 8 de diciembre, fiesta de la Purísima Concepción, se produjo un acontecimiento que los españoles no dudaron en bautizar como el milagro de Empel.
Durante la noche, un gélido viento se alzó sobre el río y congeló sus aguas, algo que no había sucedido en la zona desde hacía muchos años. A causa del hielo, la inmensa flota rebelde tuvo que abandonar el asedio y retirar sus buques para evitar que se quedaran encallados. Perplejos por la situación, a los soldados holandeses no les quedó más que maldecir durante su repliegue. La crónica menciona que «cuando los rebeldes iban pasando con sus navíos río abajo les decían a los españoles, en lengua castellana, que no era posible sino que Dios fuera español, pues había usado con ellos un gran milagro». El hielo permitió a los españoles asaltar a la flota enemiga a pie y derrotarla completamente, transformando una probable catástrofe en una victoria completa.
Milagro o no, el caso es que desde entonces la Inmaculada Concepción fue tomada como patrona, primero de los Tercios y más tarde de la Infantería española hasta la actualidad.
Pero la forma en la que más y mejor nos ha llegado a nuestros días el amor y la devoción hacia nuestra Santísima Madre que los españoles han tenido siempre es gracias al arte.
En la literatura, es imposible no destacar por encima de todos a Pedro Calderón de la Barca.  Siendo uno de los principales representantes del Siglo de Oro español, podemos encontrar en su obra varias obras en defensa de la Inmaculada. Concretamente en los autos sacramentales aparecen constantes referencias concepcionistas y seis de ellos lo son plenamente: La primera flor del Carmelo, ¿Quién hallará mujer fuerte?, Primero y segundo Isaac, Las órdenes militares, Las espigas de Ruth y La hidalga del valle. Otros grandes autores como Lope de Vega, Quevedo, Góngora o Tirso de Molina también defendieron con sus obras el Misterio.
En la pintura y la escultura, los artistas nos han legado la imagen inconfundible de la Inmaculada: coronada de doce estrellas, mirada hacia lo alto, manos cruzadas sobre el pecho «como sujetando un corazón enardecido y palpitante» mientras pisa la cabeza de la serpiente.
Difícil es nombrar a uno sobre los demás, porque muchos fueron los que con su esfuerzo lograron transmitir el amor que en su corazón profesaban a la Inmaculada. Bartolomé Murillo y José Antolínez con casi veinte obras cada uno fueron los más prolíficos, pero es imposible no nombrar también a otros grandísimos pintores como Zurbarán o Velázquez.
Sin duda, esta explosión de fervor popular en un tema que la Iglesia no había elevado todavía a la categoría de dogma habría sido imposible sin el apoyo de la autoridad real. Durante los siglos xvi, xvii y xviii los monarcas españoles se esforzaron por extender la devoción a la Inmaculada por sus reinos y por todo el orbe. Este hecho, sin duda herencia de los Reyes Católicos, se plasma en las muchas embajadas que fueron enviadas a Roma para tal fin. En 1606, reinando en España Felipe III, Francisco de Santiago, confesor de la reina Margarita de Austria se erigió en promotor de la devoción. A partir de ahí, la orden franciscana (a la cual pertenecía Francisco) volcó todos sus esfuerzos para conseguir que la Iglesia aprobara y elevara a dogma este misterio. Los franciscanos, por otra parte, eran la orden más cercana al pueblo llano que ya profesaba esa devoción. La Real Junta, creada por el rey en 1616, fue creada con la finalidad de estudiar todo lo relativo a la Inmaculada Concepción y que el Papa lo elevase a la categoría de dogma. Se envió a Roma al obispo de Cádiz Plácido Tosantos para que abogase ante la Santa Sede por este deseo de todos los españoles.
Sin embargo y a pesar de que la influencia española era notable, la oposición de la monarquía y el clero francés y la cercanía del Concilio de Trento provocó que el papa Pablo V creyera que no era  conveniente contradecir lo dicho allí. La ascensión de Felipe IV al trono trajo una época más tranquila en cuanto a la lucha por conseguir la declaración del dogma. Aunque entre el pueblo y las altas esferas de España la devoción siguió creciendo y extendiéndose cada vez más, el rey no creyó conveniente seguir presionando a Roma, donde el papa Urbano VIII era menos proclive a favorecer esta cuestión. Su sucesor Alejandro VII, sin embargo, permitió un gran avance al conceder a España y sus posesiones europeas el derecho a celebrar de precepto la fiesta de la Inmaculada Concepción el día 8 de diciembre.
Con la llegada de los Borbones al trono de España desapareció prácticamente el impulso de la monarquía española en pos de conseguir la elevación a dogma del misterio concepcionista. Sin embargo, con Carlos III se logró que la Inmaculada fuera tenida por patrona de España.
Finalmente, en 1854 y mediante la bula Ineffabilis, el beato Pío IX elevó a la categoría de dogma el misterio tan largamente venerado. Desgraciadamente España, aquella nación que había perseguido con tanto ahínco dicho reconocimiento, no se hizo eco hasta 1881 por considerarla una norma de país extranjero.